EL PESO DEL TIEMPO
En los últimos días he leído algunos libros interesantes, pero me siento incapaz de hablar de todos ellos con detenimiento, pues cada vez tengo más claro que la gacetilla me acaba robando algún tiempo que a mi edad puede resultar precioso para otras cosas; por ejemplo, para leer algo más. Los libros no se acaban nunca y ésa es una de las razones para confiar en que nos espera una eternidad. Las fechas acompañan el espíritu de recogimiento. Hoy es Pascua: hace pocos días hablaba de El sufrimiento del Dios impasible [1] cuya lectura y meditación hubiese sido apropiada para esta semana. Siempre me inclinado por la visión de la teología que tenía el maestro de Tomás de Aquino [2] porque, pese a ser hoy patrón de los químicos, su forma de entender la teología se acostaba más a la poesía y a la oración—si es que son algo realmente diferente. Desde hace muchos años, antes incluso de leer a L. Wittgenstein, he detestado la frialdad de un espíritu que se pretende objetivo, pero que no es capaz de conocer lo real: sólo la describe y la clasifica. En verdad, y lo sabemos hace mucho tiempo, la ciencia no explica nada; sencillamente, nos permite manipular las cosas (muchas veces por puro capricho, como expresión de una voluntad de poder que nada tiene que ver con la belleza) y clasificarlas con la finalidad única de controlarlas. No hace falta conocer a Popper para llegar hasta aquí, aunque es conveniente leerlo, algo que siempre se hace con provecho. El librito—no es una novela—de Erri De Luca, Los peces no cierran los ojos, Barcelona, Planeta, 2012 no ofrece nada que tenga relación con criterios clasificadores. No, De Luca nos ofrece un verdadero descubrimiento: el de aquella época, otro filo de la navaja, en la que la infancia cede paso lentamente a ese turbión de la primera adolescencia. Uno ni siquiera sabe que está enamorado y descifrar los signos de un lenguaje al que nunca se ha accedido no sólo es complejo, sino sobre todo una aventura de la que, como De Luca deja plasmado en otro libro, depende buena parte de nuestra futura felicidad en este mundo. He hablado de Erri de Luca a propósito de otro libro suyo. Al menos yo lo había visto antes… ¿es un consuelo? He recordado muchas veces a aquel profesor de Latín en quinto de bachillerato que nos repetía entre gozoso e irónico: “Acaba de descubrir el Mediterráneo” [3]. Los peces no cierran los ojos habla también de la lucha contra el propio cuerpo por hacerlo crecer [4], por acelerar la maduración, por ir más rápido; prisa ésa de la que después uno se arrepiente, porque el tiempo no vuelve e gli orizzonti perduti non ritornano mai. Libro amable, lleno de detalles encantadores en el que también se perfila la soledad de la madre, retrato cordial, pero con salitre y olor a pequeño puerto de pescadores, de esa pequeña barca de la infancia que sale a mar abierto buscando otros puertos. Sin duda es una lectura provechosa y a ratos encantadora. Quizás el traductor podría haber dado algún aliento más poético a ciertas descripciones, pero también él ha hecho un buen trabajo:
En septiembre ocurren días de cielo descendido a la tierra. Se abre el puente levadizo de su castillo en el aire, bajando por una escalera azul, el cielo se apoya durante un rato en el suelo. A los diez años podía ver los peldaños cuadrados y recorrerlos hacia arriba con los ojos. Hoy me contento con haberlos visto y con creer que siguen existiendo. En las terrazas, escalonadas para las vides, los pescadores hacen de campesinos y recogen los racimos en cestos hechos por las mujeres. Antes incluso de exprimirlos, el día de la vendimia embriaga a los descalzos entre las hileras al sol y el enjambre de las avispas sedientas. La isla, en septiembre, es una ubre de vino (pág. 82).
Yo me detendría también a examinar la maravillosa fotografía de la portada de Los peces no cierran los ojos. Es uno de esos raros casos en que la portada no sólo no desmerece del libro, sino que nos ayuda. El fotógrafo chileno, recientemente fallecido, Sergio Larraín fue el autor de esta espléndida imagen.
Herder publicaba hace años bastante teología teutona, de ésa que no podía faltar en la biblioteca de alguien que quisiera preciarse de estar al día. Hace unos años cambió su política editorial (la teología vende muy poco en este país) y, bueno, sólo de tarde en tarde deja caer algún libro realmente interesante. Claro que los teólogos (alamanes, francos, lombardos, burgundios, godos o visigodos) tienen mucha responsabilidad por haber recogido velas en una época de indigencia y de presión. Herder se ha decido por los romanos de toda la vida; ciertamente, lucharon en la frontera del Rin junto a maestros alemanes a los que resulta difícil romanizar. Así, el amigo Gianni Vattimo es mucho más inteligible que su maestro Heidegger, y la editorial alemana anda en la publicación de sus trabajos. He leído con gusto Gianni Vattimo y Carmelo Dotolo, Dios: la posibilidad buena. Un coloquio en el umbral entre filosofía y teología, Barcelona, Herder, 2012. No se trata propiamente de un diálogo, pues lo que ha hecho el profesor de la Lateranense Giovanni Giorgio es formular casi por separado preguntas a Vattimo y a Dotolo. Éste es un teólogo bastante famoso en Italia, pero del que teníamos muy pocas noticias en España. Curiosamente, me he sentido más cerca de Vattimo. Esto lo dice uno que durante muchos años ha pensado que el pensamiento débil podía ser una forma elegante de renunciar a pensar. Es posible aprender de las reflexiones de ambos autores y, sobre todo, podemos pensar desde ellos, pues no se trata de estar de acuerdo o en descuerdo, sino de seguir el propio camino y mantener los ojos abiertos como los peces. El título me ha recordado unas palabras que no hace demasiado pronunció Joseph Ratzinger invitándonos a actuar como si Dios existiese; se trataba de un retruécano sobre la frase de D. Bonhoeffer, etsi Deus non daretur. Yo también pienso que Dios es la posibilidad buena del hombre y, pese a que no comparto esa especie de reducción antropológica que Vattimo realiza en ocasiones (no siempre, desde luego), tengo para mí que pensar a Dios nos hace más humanos.
Lo vi en el escaparate de Palas y me llamó la atención el título. Sin embargo, no quise comprarlo pese a que el primer vistazo me dejó una impresión muy buena. Me recordó aquellas obras formidables de Peter Brown. Tal vez fue por eso, porque algunos golpes de memoria me sacudieron: un invierno frío llegué a Madrid para resolver algunos asuntos. Había viajado en el talgo que partía desde la Estación de Córdoba—reducida hoy a centro comercial—y que sólo alcanzaba la capital después de cuatro horas y media si no había retrasos [5]. Mi tren de regreso salía a primera hora de la tarde y aproveché la mañana para visitar algunas librerías y acabar en la Cuesta de Moyano. Allí encontré el primer libro de Brown: Agustín de Hipona, editado por la Revista de Occidente. Me pasé el viaje de vuelta—negra luz de la tarde—sumergido en aquella biografía cuyo estilo suscitó mi admiración. Después fui leyendo todo lo que de Peter Brown aparecía publicado en castellano. ¿Cuánto ha llovido? Se han borrado mis huellas en todas las playas, pero el tiempo ha cincelado las suyas en mi rostro. Finalmente, unos días después, lo adquirí: Giusto Traina, 428 después de Cristo. Historia de un año, Madrid, Akal, 2011. Realmente se parece a las obras de Brown por el modo de contar la historia. El prólogo se debe a Ramón Teja, uno de los pocos historiadores españoles interesados en la vida de los monjes de la Antigüedad Tardía (ha publicado un par de esas vidas en Trotta). Traina nos ofrece un viaje alrededor del Mediterráneo en sentido inverso a las agujas del reloj en el año 428: empezando por el pequeño reino-tapón de Armenia [6] nos lleva de la Mano de Flavio Dionisio al mundo de Nestorio para, por la vía de los peregrinos, alcanzar, Constantinopla. De allí viajamos al Ilírico y a Rávena, en la frontera norte, para pasar a una Galia expectante ante unos vándalos que querrán dejar su huella en Hispania antes de pasar al África de Agustín. Desde la antigua colonia fenicia somos llevados al don del Nilo para acudir a la celebración de la Pascua en Jerusalén antes de acabar en la corte del Gran Rey. Diría que 428 d. C. es una lectura absolutamente recomendable. A mí me ha enganchado mucho más que la inmensa mayoría de las novelas que he leído en los últimos meses. Estamos ante una forma muy atractiva de hacer historia en la que sin perder un ápice de rigor contemplamos horizontes que nunca podremos ver.
Y no quiero dejar esta entrada pascual sin hacer referencia al poemario de Enrique García-Máiquez, Con el tiempo, Sevilla, Renacimiento, 2010. Conocía e este poeta, porteño nacido en Murcia, por diversas vías. El primero que me habló de él, si no recuerdo mal, fue ese otro gran poeta que es José Julio Cabanillas. Sigo la gacetilla de García-Máiquez, pues tiene la virtud de hacernos ver lo cotidiano con unos ojos muy cercanos a la admiración y la curiosidad de la infancia. En Con el tiempo nos encontramos con su estilo habitual: clásico e íntimo y pegado con frecuencia al endecasílabo, que maneja con admirable soltura. En el poemario nos ha dejado las huellas entrañables de la muerte de su madre y de su deseada paternidad (de el hijo que no tengo se llega a el llanto de una niña sostiene las constelaciones). Persona de profunda raigambre religiosa, García-Máiquez sabe ver y decir, que es lo propio del poeta, esa luz que brilla en aquellos lugares a los que no solemos dirigir la mirada. Y todo esto lo sabe hacer el poeta con un sentido del humor al que no es ajeno su admiración por Chesterton:
ÚLTIMAS VOLUNTADES
Cuando me muera, que entierren
conmigo el despertador.
Será gracioso que suene.
Lo malo es que lo confunda
con las trompetas del Jicio,
y dé un salto de la tumba.
En mitad del cementerio,
perdido, de madrugada,
ya no cogería el sueño.
Mejor que no entierren nada.
Y por esas cosas de la lectura el poema me trajo a la memoria el jocoso epitafio de un cristiano romano allá por los albores del siglo IV: ¿De dónde vienes? De allá. ¿Adónde vas? Hasta aquí.
Estamos en la Fiesta de la libertad, la Pascua, la que rompe todo aquello que nos ata al miedo. Es hermoso vivir sin miedo. Desde hace años me pregunto—quizás debido a mi carácter un tanto bizantino en todos sus sentidos—si el Cielo estará lleno de libros. Y, sin duda, habrá millones de historias que, como los antiguos judíos, como los antiguos griegos, podremos escuchar. Ya no nos pesará el tiempo, ni tendremos prisa por acabar porque todo será siempre nuevo; pero mucho mejor citar las palabras del Vidente de Patmos: ἐγὼ τὸ Α καὶ τὸ Ω, ὁ πρῶτος καὶ ὁ ἔσχατος, ἀρχὴ καὶ τέλος.
Y para terminar dos canciones sobre las que el tiempo no pesa; porque las cosas no pasan: somos nosotros lo que pasamos.
Shalom
[1] ¿Será posible que mi memoria no esté ya segura de un libro leído con detenimiento hace unas semanas?
[2] Cuando los Predicadores estaban en los comienzos y andaban enamorados, como Francisco, de la Dama Pobreza, Alberto hizo dimitir a dos priores que se habían presentando en una reunión montados en sendos caballos.
[3] Sí: exactamente el mismo que nos aconsejaba no confundir la velocidad con el tocino; maguer yo siempre establecía la relación imaginando—allá quedan mis trece años—un bueno trozo de tocino en un suelo pulido y encerado y al profesor—el padre Mario—pisándolo con sus zapatos de material (como se decía entonces) y alcanzando la velocidad de escape del aula mientras salía disparado por la puerta. ¿Quién no ha dibujado coches en clase con diez u once años? ¿Quién no ha escuchado las lecciones de cuerpo presente mientras su espíritu vagaba libre entre las nubes áureas? Todo eso antes de querer el color rosa de la tarde aquel aniversario de John Lennon para decir un te quiero.
[4] Toda la vida—desde párvulos “D”—esperando a sexto de bachillerato para ser los mayores, los más altos del Colegio y cuando llegas, vuelves la cabeza para descubrir que los del curso inferior te sacan, aun siendo más pequeños, exactamente eso: una cabeza. Claro que en ingreso y primero uno quería ser el mayor para dejar de recibir golpes y no por la pura estatura. Mas yo, siendo más bien de tamaño portátil, envidié siempre a los compañeros que en quinto rascaban sus barbas. Tuve que esperar los años que aún no he cumplido para sentir algo parecido.
[5] En un mundo menos estandarizado, más abierto y diferente, los imprevistos eran una parte deliciosa de los viajes. Lo retrasos de los trenes (recuerdos un viaje a Burgos desde Madrid que duró casi diez horas) formaban parte de aquellos imprevistos que, por ser tales, nos sacaban de nuestra estrecha visión abriéndonos a lo inesperado.
[6] Armenia, el primer reino cristiano (ca. 305 d. C.); son los armenios gentes curiosas, tenaces y admirables en su capacidad de resistencia. Víctimas del primer gran genocidio (los turcos saben no sólo quemar bibliotecas), su capacidad de aguante expresa la profundidad de sus raíces.
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