TEBEOS
En memoria de Ángel Martín Martín
Nosotros siempre solíamos hablar de tebeos, pues la palabra cómic nos era desconocida. Tal vez allá por quinto de bachillerato usáramos el anglicismo por culpa de los superhéroes de Marvel [1]. Al final, al menos eso me parece, la para la gran mayoría han desaparecido los tebeos y sólo quedan las tiras cómicas, los cómices [2]. Nadie reconoce hoy con gusto que lee tebeos, pero sí esas otras tiras, pues parece que tienen no sólo más prestigio, sino que son propias del mundo adulto. Yo, empero, prefiero mil veces los tebeos e incluso con catorce años los prefería a la propaganda que nos invadía en forma de historietas procedente del país sigla. Cierto: durante un tiempo estuvo mal visto admirar a los protagonistas de las series de Marvel, pues bajo el influjo de los mandarines franceses se les consideraba meros portavoces de la cultura popular capitalista (no quiero recordar ya lo que se llegó a decir del pobre pato Donald); pero hoy incluso se ha hecho tabla rasa de aquella crítica y la industria del cine (aunque dudo mucho que merezca ese nombre) ha hecho su agosto con Spiderman [3] la Masa, los Cinco Fantásticos, Thor (¡pobre mitología germánica!) y esos juguetes articulados tipo Capitán América (colmo del patriotismo machista español). Insisto prefiero los tebeos. Hablaba de quinto de bachillerato; sin embargo, la cosa empezó mucho antes, al menos para mí. Era otro mundo. Sólo eso: otro.
He estado pensando en esto a propósito del mini-franzen que he leído esta mañana: Jonathan Franzen, Zona templada, Barcelona, Seix Barral, 2005. El prólogo, que he evitado cuidadosamente, se debe a Gustavo Martín Garzo. Se trata de un texto muy breve, apenas cuarenta y dos páginas, que se lee con gusto. Un ensayo corto en el que Franzen—del que tendré que acabar leyendo Libertad [4]—se vuelve a su infancia y evoca con nostalgia, a veces oculta, un mundo ya desaparecido, el suyo. Además de la revolución ocasionada en casa por su hermano Tom, Franzen medita en el papel que las tiras cómicas de Charles Schulz, Charlie Brown, que aquí conocimos durante algún tiempo como Carlitos, y su perro Snoopy, que aquí conocimos como Snoopy (y no como Fisgoncete, que hubiese sido lo suyo), jugaron en su vida. Como toda evocación bien hecha de la infancia tiene algo que nos la hace muy cercana, pese a las distancias culturales (y no digo temporales, pese a que Franzen sea mayor que yo. De acuerdo: sólo un año, pero ya es algo). El mundo de Penauts era acogedor, con los límites perfectamente definidos y, desde el punto de vista de un mafaldiano irredento como yo, de lo más soso, aunque entrañable. Sin duda, Charlie Brown era más infantil que Mafalda, más ingenuo y mucho menos mordiente; pero ése era el mundo de Franzen y él lo recuerda con esa alegría amarga que nos deja en la boca una infancia que fue patria y a la que se renuncia simplemente porque el tiempo no se puede parar. Zona templada no es sin duda ningún ensayo sesudo sobre las tiras cómicas, pero en su sencillez nos dice mucho más del mundo de los niños y de cómo consiguen seguir vivos pese a los mundos que los adultos construimos.
Aquí el mundo era otro, pero nada de “en blanco y negro” como repiten a coro los estúpidos. Éramos más pobres, pero nadie negará que la imaginación de los autores de tebeos españoles era prodigiosa. No quiero citar autores, pero sí a los personajes que leímos cada semana, esperando como agua de mayo que llegaran los tebeos al quiosco [5]: Mortadelo y Filemón, Zipi y Zape, Pepe Gotera y Otilio, Anacleto, Sir Tim O’Theo, 13 Rue del Percebe, Rompetechos…, pero también Capitán Trueno [6] y el Corsario de Hierro, vengador por anticipado del robo del Peñón. A todos ellos debo añadir a Tintín (por supuesto no veré la película de la misma manera que juré odio a muerte a quienes osaron colorear Capitanes intrépidos) y, vale, a Espiderman, que nadie fue inmune al virus yanqui. Sin duda, jamás me he reído como con El sulfato atómico y con ¡Valor y al toro! , “fabulosos álbumes a todos color”. Mortadelo desaparecía entonces complemente en sus disfraces, aunque a veces conservaba la cabeza (cosa que fue usual más tarde). Es posible que Francisco Ibáñez se inspirase en tebeos franceses o belgas, pero su manera de narrar era única. Quizás Mafalda acabó para mí con los tebeos…
Otilio con una pinza tapándole la nariz está sentado delante de un cerdo guisado dispuesto a dar buena cuenta de él. Aparece Pepe Gotera y le pregunta qué hace. Otilio responde: “Es que el médico me ha dicho que el cerdo ¡ni olerlo!”. Los tebeos, sin duda, me iniciaron en la lectura y aunque con trece años yo era lo bastante repelente como para andar leyendo Los milagros de Nuestra Señora, no me han abandonado. Sí, los tebeos y aquellos libros ilustrados—esta vez sí en blanco y negro—de Bruguera de los que llegamos a tener más de cincuenta. También nuestro mundo se derrumbaba.
Como Franzen también yo fui a campamentos escolares en verano, a Mazagón, con doce años. Wolfri se rompió los dos brazos, si no recuerdo mal, porque lo retamos a que se tirase de cabeza a la arena desde un pino. Durán, cuya memoria quiero honrar, fue mi Calixto en una de aquellas noches de representación; yo fui su Melibea, generosamente provista de dos pechos enormes gracias a las pelotas de balonmano que introduje bajo mi camiseta y que provocaron, sin pretenderlo, una risotada del público. Eran cosas que sucedían porque mi colegio era sólo de chicos [7].
Leía a Sandokan (sí, a ese genio italiano llamado Salgari), y a Twain, vaya por Dios, un americano. También al detective francés con el dos caballos trucado del que me gustaba imitar sus “paseos higiénicos bajo la lluvia” para espanto de mi madre, que me veía volver a casa calado hasta los huesos, porque, claro, semejantes paseos los hacía sin chaquetón ni paraguas. Es verdad, como dice Franzen, recuerdo mejor los libros leídos que mi vida; pero no: los libros son también mi vida y sin ellos no sería quien soy. Nuestra vida no era para nada en blanco y negro; así sólo era la televisión, soberanamente aburrida. En cambio hoy la televisión sí es en color (plana y hasta en tres dimensiones carísimas): atonta con más precisión, destruye la imaginación y hace que la vida real se reduzca al blanco y negro. No soporto a los periodistas ni los lugares comunes en los que se paran.
[1] Sin duda, los guiones de los tebeos eran infinitamente mejores. La mejor definición de la Masa la dio un amigo: una pulga muy gorda. Curiosamente, acabamos llamando a aquel amigo Charlie.
[2] Reconozco sin rubor que ese palabro es casi peor que el admitido por la Academia (cómics); pero yo me niego a usarlo. ¿No hubiese sido mejor hablar sencillamente de tiras?
[3] Pronúnciese “espiderman”, pues nosotros nunca dijimos “espaiderman”. Y eso que algún compañero—diré su nombre: Cala Iglesias—me enseñó que meterse un chicle en la boca mejoraba mi manera de pronunciar el inglés. Lástima que la profesora—la señorita Pozo a la que recuerdo con cariño—no fuese de la misma opinión; pero debo reconocer que en aquella época yo procuraba no estudiar para no amargarme la vida. Y el inglés de primero de bachillerato me quedó para septiembre; luego para febrero de segundo y de nuevo a junio, pero naturalmente de segundo. Por entonces mi inglés se limitaba al término west y a un excelente saludo, good days, mucho más sensato que ese good moorning que pretendían obligarme a aprender.
[5] Entre otras razones lo escribo así porque le gané una apuesta a mi padre allá por 1972: me vio escribir quiosco y me corrigió: “Se escribe con ka y no con cu”. Yo no di mi brazo a torcer (hoy pienso que mi padre, acostumbrado a viajar, había visto siempre el asunto desde un punto de vista francés) y me aposté con él un reloj. Fuimos al diccionario y mi padre se sintió obligado a regalarme un reloj que, como otros, apenas me duró un mes. Me parece que el reloj que he conservado menos tiempo era uno que ni siquiera era mío. Se lo pedí prestado a mi hermano Juan Carlos, porque tenía un examen por la tarde y lo necesitaba. En principio se negó a prestármelo alegando que yo lo perdería y me dijo que él ya lo compartía dándome la hora cuando se la pedía. Juré una y mil veces: “Tendré cuidado”. Me dejó el reloj a las tres de la tarde; a las cinco ya lo había perdido.
[6] Muchos años después me enteré de que en el barco los marineros me pusieron el mote de “Capitán Tormenta”. Debía andar yo por los dos o tres años. En un viejo mercante aprendí a andar y tengo los mejores recuerdos de aquellos buques y de los recios marineros capaces de desobedecer al capitán, mi padre, si yo me empeñaba en coger el timón.
[7] Sólo en COU hubo chicas en la clase y para entonces mi timidez era ya incurable. Téngase en cuenta, por favor, que no tuve hermanas.
1 comentario:
Una entrada biográfica magnífica. Me ha parecido muy original el formato esta vez. Mis felicitaciones.
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