¿UNA VIDA, UN MUNDO O UN SIGLO?
“Escribir contra los que profundizan en las ciencias”
Se trata, sin duda, de un texto importante, algo semejante a una revelación para quien se acerca sin prejuicios. Me refiero, claro está, al libro de Pierre Bergounioux, Una habitación en Holanda, Barcelona, Minúscula, 2011, al que ya me había referido con aviesas intenciones en la entrega anterior de esta humilde gacetilla. Sin embargo, no hay tanta diferencia con Los Once y el estilo, conciso y lleno de elisiones, nos seduce. Empleo el plural porque me parece que Bergounioux lo merece. Sin embargo, el contenido… porque el señor Descartes, René Descartes, tiene todos los visos de haber dado origen a los agrimensores si no fue él mismo el primero; el mérito, no obstante, será siempre compartido con la época y habrá otros mil rostros que lo reclamen.
En una traducción rematadamente deficiente que publicó la editorial salmantina Sígueme, el teólogo alemán, quizás el último en la estela de los gigantes del siglo XX, Eberhard Jüngel hablaba ampliamente de Descartes. Leí Dios como misterio del mundo en 1984 y, aunque ya estaba acostumbrado a Hegel, me costó verdadero trabajo y tuve que esforzarme mucho para entender lo que Jüngel quería decir por debajo del malhadado español del traductor; el teólogo alemán censuraba a Descartes haber “certifijado a Dios” y haber puesto de esa manera fin a la “teofianza” [1]. Había topado con el filósofo francés mucho antes y reconozco sin ambages que nunca me cayó simpático. Quizás también por la época, pues el siglo XVII siempre me produjo rechazo sin que hasta hoy sepa bien por qué. Tal vez por el absolutismo regio, quizás por los golletes que imagino almidonados y sucios a la vez; es el siglo de Richelieu, a quien detesto porque puso en evidencia la decadencia española y, cuando se ha estudiado en los años sesenta, hay cosas que no se perdonan fácilmente a los franceses y a los ingleses:
Miré los muros de la patria mía
si un tiempo fuertes, ya desmoronados,
por la carrera de la edad cansados,
por quien caduca ya su valentía.
Salime al campo: vi que el Sol bebía
los arroyos del hielo desatados,
y del monte quejosos los ganados,
que con sombras hurtó su luz al día.
Entré en mi casa; vi que, amancillada,
de anciana habitación era despojos;
mi báculo, más corvo y menos fuerte;
vencida de la edad sentí mi espalda.
Y no hallé cosa en que poner los ojos
que no fuese recuerdo de la muerte.
También es de la época; Miguel de Cervantes asomó con timidez dieciséis años de su vida a ese siglo, que conoció al Fénix de los ingenios y al Monstruo de la naturaleza que fue Lope de Vega; pero también la profundidad nunca lo suficientemente valorada—Bergounioux lo cita con respeto—de Calderón. Gracián, Tirso e incluso Góngora, que conoció de esos cien los mismos años que Cervantes. Parte del Siglo de Oro. Sin embargo, ¿no recuerdo a Miguel paseando entre los pupitres recitando versos de Molière? Sí, porque también es el siglo de aquel que hacía temblar el Pont Neuf; el de Racine, Corneille, Bolileau, La Bruyère. ¿No me emocionaban las palabras de Hamlet repetidas siglos después por León Felipe? También el XVII vio dieciséis años de la vida de Shakespeare, muerto el mismo día que Cervantes; también los ingleses nos entregaron belleza, muerta ya la pérfida Isabel: Donne y Milton… Tantas gentes haciendo reverencias, tomando la pluma, mirando de reojo a sus competidores, con reservas a sus reyes a quienes tal vez hubieran decapitado con gusto. Sí, pero un siglo terrible con su Guerra de los Treinta Años, usando de forma blasfema el nombre de Dios para engrandecer los dominios de los señores. Los Tercios huyendo en la frontera portuguesa, dejando un rastro de sangre y pobreza en Extremadura. El Sol feroz que bebe las vidas de los hombres; apenas hay sombra de encina en la que refugiarse; un Sol que está en pleno mediodía y, sin embargo, es sólo un declinar. ¿Un lugar en el que refugiarse? Y Pierre Bergounioux nos descubre a Descartes, el antipático, escondiéndose en Holanda para que lo dejen en paz. Quizás escuchó la voz del joven, ausente de manera cruel en Una habitación en Holanda, cuya perspicacia le hizo descubrir el origen de las desgracias humanas:
Quand je m’y suis mis quelquefois à considérer les diverses agitations des hommes et les périls et les peines où ils s’exposent dans la Cour, dans la guerre, d’où naissent tant de querelles, de passions, d’entreprises hardies et souvent mauvaises, etc., j’ai dit souvent que tout le malheur des hommes vient d’une seule chose, qui est de ne savoir pas demeurer en repos dan une chambre.
Tengo para mí que esa ausencia, ese ocultamiento consciente, forma también parte del texto. Quizás Descartes no fuera, después de todo, ni inútil ni incierto…, aunque sí usó a Dios porque necesitaba ese papirotazo inicial del que vivirán los siglos posteriores. Hubo un encuentro, que resultó decepcionante para los dos [2], pero tal vez los dos quisieron los salones parisinos, aunque huyeron de ellos. Desear esa gloria moderna, que ya no es belleza, sino renombre, aun sabiendo que todo es vanidad. Las presencias en Una habitación en Holanda son muchas y no es uno de los méritos menores del autor, pese a que el Renacimiento no sea un invento francés, hacernos ver que hay más de un río en el siglo. Se da una confluencia—yo no me hubiese atrevido a relacionar de la manera que Bergounioux lo hace al Hidalgo castellano con la duda metódica—y podemos verla. El ausente, pese a todo, ¿no inventó la primera calculadora para su padre? ¿No midió el campo para hacer la primera línea de transporte en París? Sin embargo, seguiré sosteniendo que la duda es falsa por metódica y buscada: quien busca sus dudas, de antemano tiene las respuestas. Ésa es al menos mi humilde convicción.
De todos modos, ¿no es también hermoso el siglo XVII? Muchos nombres lo redimen y, parado en esta hora delante de una historia que he querido olvidar, admito mi error, señores. Debo y quiero rectificar, pues es el siglo de J. S. Bach, que me hace llorar de alegría; el mismo Bach que de noche se quedaba despierto para hacer los pentagramas en los que dibujaría su música. Es también el siglo Juan de Araujo, de Purcell… Es el siglo de Velázquez, que al decir de Foucault, inaugura el mundo moderno con Las Meninas; pero también de un genio capaz de transfigurar lo que ve en Belleza. El cuadro está en el Louvre, casi dejado de la mano de Dios. Quizás he hablado de él más veces, porque siempre me impresiona; como de la lágrima oculta en el ojo de Santiago. El XVII es también el siglo de Ribera, de Murillo, de Rubens, Rembrandt, Vermeer, Pouissin, la Tour, Borromini, Reni… ¿Y dónde está todo esto en Una habitación en Holanda? No es poca cosa habernos dejado el aroma de la época. Bergounioux lo ha conseguido, pese a dar oído a la calumnia de los antikantianos—siendo Kant un buen agrimensor, conste—, pese a que deja al Medievo como mil años de lodazal, quizás sólo como recurso literario para que la luz resalte el conjunto del edificio, pues la luz de los hombres siempre necesita de las sombras para brillar. Y ésa es parte de la tragedia, pues algunos crean sombras. Quizás el Octavo Día, deslumbrados, conoceremos la Luz sin sombra, la que no conoce ocaso.
Descartes, el padre oficial de la filosofía moderna que acabó decretando la muerte de todos los padres. Cierto, los franceses no se han inclinado mucho a la filosofía hasta que decidieron vivir a la sombra de Alemania después de la catástrofe de Sedán. Sin duda, el filósofo convivió con la brutalidad de la soldadesca, con sus asesinatos, estupros, blasfemias y crueldades. ¿Cómo pudo pensar en semejante ambiente? Quizás éste explique el amor por las ideas claras y distintas; pero a mí al leer Una habitación en Holanda me ha vuelto a asaltar aquella duda dolorosa: ¿mató Descartes a alguien? ¿A cuántos asestó con su espada de caballero el postrer golpe mortal? Quizás por esto abolió para siempre los sentimientos del horizonte del pensar y dejó, en mala hora, que fueran pasto de la caterva moderna de charlatanes. Tal vez la duda metódica fue primero el abismo de la duda moral, del prójimo, de un rostro que, agonizante, tal vez despedazado, exigía vivir. Es posible, aunque no probable, que el recuerdo de un rostro semejante debiera ser removido del mundo de las certezas, pues no es una idea clara y distinta, sino, precisamente, el rostro de un prójimo. Las escasas noventa páginas del libro de Bergounioux me han obligado a meditar.
Pierre Bergounioux ha escrito un libro que habla de Descartes; pero también, y sobre todo, de Europa. Un continente anciano al que hoy muchos quisieran doblegar por mil razones y al que incluso sus propios hijos rechazan, porque se han vuelto incapaces de sentir asombro ante las obras de sus padres, ante su tradición. Al fin y al cabo, PUF ha sido engullida por una tienda de moda juvenil… ¿Rebeldía? Creían que era una marca de zapatos.
Sé que Una habitación en Holanda se merece un comentario mejor. Por eso mismo debo acabar con una invitación algo urgente: leer y pensar el magnífico librito de Pierre Bergounioux.
Shalom.
[1] Se sabe la contumaz manía teutona en crear palabras que resultan intraducibles…
[2] Y hubo una obra de teatro hermosa, tal vez injusta con el más joven por el magnífico trabajo de Flotats.
3 comentarios:
Antes que nada felicidades por el blog. Nunca había participado en él pero lo sigo hace tiempo.
Leí "Una habitación en Holanda" y "B-17G" a partir de unos comentarios en Babelia de Ricardo Pérez Salmón que remitían, sin nombrarlo, a la obra de Michon. Coincido en que ambas son magníficas si bien prefiero “B-17G”, un canto tremendo a la juventud que me parece escrito aún con mayor gracia.
Gracias por tus entradas, siempre son iluminadoras. También, con mucho retraso, por “Diario” de Petter Moen.
Soy el anónimo anterior. Mis disculpas a Ricardo Menéndez Salmón por cambiarle el apellido.
Muchas gracias por su comentario. Espero que se haga con La huella y disfrute también de este libro.
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