domingo, 25 de mayo de 2014

Éste... Rafael Argullol

ὑμεῖς δὲ τίνα με λέγετε εναι;



            Podría haber empezado citando otro texto, casi en tercera persona, pero que nos hubiese conducido a la misma cuestión; además, posiblemente, hablar de una piedra viva que, para colmo, es angular rebasa el amplio territorio de la metáfora. Desde hace muchos años sostengo que la filosofía, al menos a partir del prusiano de Königsberg, vive bajo un complejo edípico, pues habiendo matado al padre (el Dios metafísico) desea poseer en exclusiva a la madre (la religión bajo la muy ambigua categoría de lo sagrado); pero esto lo hace con la mala conciencia de quien se ha quedado sin campo, salvo la grisura triste de la lógica en la que los matemáticos parecen llevar ventaja (salvo que uno se apunte a la escuela de Hegel en la que no cabe un procesamiento binario y que por esta razón escandaliza a los agrimensores). El caso de aquel situado en el dintel del cambio epocal es sintomático, pues buena parte de su tarea consistió en arremeter contra la fe cristiana en nombre de lo sagrado; es decir, en nombre de la religión justo cuando algunos de sus contemporáneos, quizás desconcertados, iniciaban una interpretación no religiosa del cristianismo. Que quien hiciese tal cosa haya pasado por un pensador irreligioso es tan discutible, al menos, como hacer de él un furibundo anticristiano o un devoto luterano.

            Es posible arremeter contra el cristianismo de mil formas en perfecta contradicción unas con otras; se diría que pese a la ingente materia doctrinal de la fe cristiana, ésta no es sino algo vacuo. De joven, hace mucho por tanto, escuchaba a profesores universitarios—que alcanzaban sus puestos gracias a la tradición nacional de consagración de la ineptitud cuando no a que tenían lenguas como alfombras—arremeter contra el cristianismo porque sin duda era el responsable de las guerras de religión, aunque a continuación no mostraban ningún empacho en defender que la fe cristiana era una pura superestructura sin ninguna incidencia en lo real, un simple epifenómeno. Uno de mis profesores universitarios de Filosofía (no daré el nombre para no hacer pasar a semejante espécimen por profesor y menos por filósofo), adalid de la crítica del cristianismo por intolerante, nos explicó la dialéctica hegeliana con un ejemplo adecuado para dejar patente su incompetencia, que no era un accidente sino su forma substancial: “queremos esta universidad o queremos otra universidad”. Servidor, alarmado por lo chapucero de la explicación, le replicó de modo impertinente (pues apenas rozaba los diecisiete años y ya sabe que la tolerancia dicta que los jóvenes han de callar ante los barbudos y maduros docentes universitarios) que podríamos no querer ninguna universidad. Entonces el susodicho profesor (perdón, substantivo admirable, por usarte en este lugar) me conminó a guardar silencio, porque “ninguna universidad” no era un alternativa (y no lo era para él, pues se hubiese quedado sin trabajo y, dado que algún miembro de su familia ocupaba ya una poltrona política, debía suponer que no había espacio en el asiento para sus dos enormes tafanarios); pero como mi impertinencia insistiera en que su proposición no era sostenible, amén de hacer ininteligible la idea hegeliana de negación de la negación, se me redujo al silencio con la argumentación definitiva, prueba patente de la exclusiva cristiana de la intolerancia: “O se calla o sale de la clase”, ante lo cual decidí levantarme y salir, absolutamente solo, conste, por el pasillo. Quizás la fe cristiana, dada su predilección por el vino y las bebidas con espíritu, esté también en la base de la intolerancia a la lactosa… He oído repetir que esa fe inculcaba el odio al cuerpo a la vez que se hacía mofa de la resurrección de la carne porque ésta tiene la mala costumbre de envejecer…

            Nosotros todavía fuimos educados en esa peste que se conoce con el nombre de Nacionalcatolicismo (sobre el que Fernando Savater hizo un chiste lleno de grecejo a propósito de dos obispos, Gomá y Segura…), pero nos afectó menos que la generación de los años cuarenta y cincuenta. Estas pobres criaturas sufrieron el cultivo sistemático de la ignorancia religiosa y el miedo a que cualquier crítica fuese verdadera. Además, muchos de ellos creyeron (y aún siguen pensando) que obtuvieron profundos conocimientos sobre la fe cristiana por haber memorizado el Ripalda. Hay una no despreciable multitud que aún respira por las heridas; por eso me resulta admirable y digno de encomio cuando uno de éstos, haciendo un esfuerzo que se diría sobrehumano, consigue sobreponerse a un resentimiento, que parece inevitable, e intentando tomar distancia, reflexiona no tanto sobre su pasado cuanto sobre lo que pudo ser (de haber recibido otra educación) y no fue. Sin embargo, no se trata de futuribles.

           
Toda esta trola para venir a hablar del libro recién publicado de Rafael Argullol, Pasión del dios que quiso ser hombre. Relato y confesión, Barcelona, Acantilado, 2014. Argullol ha escrito muchísimo, tanto que a veces no sé cómo ha tenido tiempo para vivir (sí, es una crítica, hecha desde mi más profundo respeto, a muchos doctos que producen libros como churros). Diré que me ha gustado más el relato, por lo que tiene de exégesis estética, que la confesión, aunque ésta no sea despreciable. Yo, que me siento miembro de la Infame, sé hace mucho que el κύριος Jesús no es patrimonio de nadie y, como he dicho en otras ocasiones, no se le pueden poner puertas al campo. Algunos miembros de la Infame han creído, no sé en función de qué, tener patente sobre el Señor y así han cometido los dislates que cometieron. Por eso es perfectamente legítimo hacer una lectura personal de la historia del Nazareno; pero esta legitimidad no la inmuniza de la crítica. Supongamos, por ejemplo, que un integrista religioso quiere hacer una lectura personal de Nietzsche: ¿acaso el hecho de ser personal la haría inmune a la crítica? Y supongamos que ese tal no ha leído ni siquiera el Curt Paul Janz, el Nietzsche del profesor alemán hermano de Fritz o la obra del de Röcken escrita por el mismo que hizo la exitosa biografía del profesor alemán, compañero de Bultmann, ¿qué pensaríamos? Tal vez si escribiese bien, tuviese imaginación… ¿qué hizo Nietzsche en el tren con la Salomé? El humo ascendía a la vez que el deseo del aún joven profesor, mas también se desvanecía, porque aguantar a Lou Andreas… ni Freud pudo. No es mi caso, porque escribo con patentes dificultades, pero no así Argullol a quien la mucha escritura le ha mejorado el estilo. Por lo tanto, lean ustedes Pasión del dios que quiso ser hombre (no sólo por las reproducciones del final), pues tendrán entre las manos algo valioso. Sin embargo, quiero anotar una protesta, pues no se ha tenido en cuenta la investigación exegética de los últimos decenios: no se puede despreciar lo que se desconoce basándose en lo que fue. Por otra parte, la idea de Dios que Argullol maneja está metafísicamente marcada por la negación de Dios, y esto es algo que parece no haber entendido—y de ahí que con frecuencia me parezca ciego para ver la exégesis estética de la vida de Jesús.  Dicho lo cual, admito que a ratos esta obra de Argullol me ha emocionado. Sin duda, se puede hablar de monstruo: ¿habrá leído el profesor aquel libro duro y magnífico, en cuya portada se ve el Cristo crucificado de Miguel Ángel, de Slavoj Žižek y John Milbank, The Monstrosity of Christ. Paradox or dialectic?, Cambridge, MA, MIT Press, 2009. Ciertamente, el filósofo de moda aboga ahí por una lectura hegeliana del cristianismo (no es mi caso, aunque mantengo mi devoción por Hegel) y no hace un relato y, menos, una confesión:

מה־שׁהיה הוא שׁיהיה ומה־שׁנעשׂה הוא שׁיעשׂה ואין כל־חדשׁ תחת השׁמשׁ׃
τί τὸ γεγονός, αὐτὸ τὸ γενησόμενον· καὶ τί τὸ πεποιημένον, αὐτὸ τὸ ποιηθησόμενον· καὶ οὐκ ἔστιν πᾶν πρόσφατον ὑπὸ τὸν ἥλιον.

Quid est quod fuit? Ipsum quod futurum est. Quid est quod factum est? Ipsum quod faciendum est. Nihil sub sole novum.

Lo que sucedió, eso sucederá. Lo que ya se hizo, eso se hará. Bajo el Sol no hay nada nuevo.


            Pero no es cierto del todo: mucho nuevo hay y mucho nuevo habrá. De hecho, ¿no viene Dios del futuro? Dicho en otro lenguaje: ¿no somos alcanzados por la belleza en la obra de arte precisamente porque nos abre futuro?

            Por cierto, ¿por qué no leen el gracioso, pero cargante, libro de Francis Spufford, Impenitente. Una defensa emocional de la fe, Barcelona, Turner, 2014. Si no, hay alguien nacido el año 3 d.M. también conocido como el 3 d. J.V.P. (el dos después de Mí, es decir, después de Juan Vicente Piqueras, es decir, del Año perfecto), uno de esos valencianos a los que les ha dado por escribir poesía; me refiero a Vicente Gallego, Cuaderno de brotes, Valencia, Pre-Textos, 2014. Harán bien, y también pensarán dejando volar a la loca de la casa: su imaginación.

            Shalom.



domingo, 11 de mayo de 2014

Accésit

ESTE AÑO PREFIERO EL ACCÉSIT



            La verdad es que ya no sé si cada vez escribo menos por cansancio o si, siendo cada día más consciente—quizás para mi propia desgracia—de la importancia de escribir con corrección, me atrevo a hacerlo con menos frecuencia. De todos modos, dados los ingentes ingresos que me proporciona esta gacetilla, tal vez lo mejor sea ir alejando en el tiempo las entradas no sólo con el sano fin de no cansar, sino sobre todo de no aburrir diciendo lo que se puede leer, y mejor escrito, en otros sitios, pues aquí se conjugan dos realidades: lectura y  escritura, casi como si volviese a párvulos, aquel Párvulos D del Colegio San José SS.CC. donde ya no recuerdo si hice mis primeros pinitos con las letras. Que mis compañeros de entonces me perdonen si ilustro este recuerdo con una fotografía, aunque la primavera no es tiempo propicio para la nostalgia; forse nessuno è, così Nessuno ha il diritto di sentire il dolore di casa, vero nostalgico (y me perdonarán mi italiano de pena), pero esta mañana de domingo parece haberse quebrado una copa dentro de mi alma.



            He seguido leyendo un poco de todo, como acostumbro. Tengo sobre mi mesa el último poemario de Vicente Gallego, cuyo hermoso título, Cuaderno de brotes (Valencia, Pre-textos, 2014), es una invitación a una lectura aún no comenzada. También reposa ahí, entre cereza y rojo, Canciones para una música silente (Madrid, Siruela, 2014), de Antonio Colinas: extraño el caso de un leonés que convierte a la mar en mujer, como los hombres de la costa. Sin embargo, tampoco hablaré de él. Ni siquiera de dos obras recientemente publicadas por Abada (que nos sigue debiendo parte de las obras completas de Walter Benjamin); una de Miguel Requena Jiménez, Presagios de muerte. Cuando los dioses abandonan al emperador romano; y el muy recomendable y extenso ensayo de Johann Chapoutot, El nacionalsocialismo y la Antigüedad, que nos advierte del riesgo de convertir la historia en ideología. No, tampoco quiero hablar de ese tipo extraño, con vocación de fundador de religión, Georges Bataille, cuya obra Lascaux o el nacimiento del arte, Madrid, Arena Libros, 2013, cayó en mis manos por casualidad y que me ha hecho recordar los tiempos en que me apasionaba la lectura de André Leroi-Gourhan porque sentía el latido del tiempo entre mis manos. Podría referirme tal vez a la Ciberteología. Pensar el cristianismo en tiempos de la red, de Antonio Spadaro (Barcelona, Herder, 2014), cuyo comienzo me ha llamado la atención porque tengo la sensación de que se le ha colado sin crítica la mayor. Preferiría hablar del Accésit del último Adonáis, que me ha gustado más que el Premio, Áspera nada, de Juan Meseguer (Madrid, Rialp, 2014).

EFECTO LÁZARO

A lo lejos, la fe te hace señales;
qusieras descrifrarla.
Es una llama viva.
Tú y yo
llevamos varios años muertos.
Nos queda la esperanza
del efecto Lázaro:
que a través de la noche de los tiempos
nos llamen unos ojos
rugientes como tigres de Bengala.

            Se lee bien el poemario y el ritmo de los versos te lleva adelante entre la alegría y la negrura, como una ola celeste que amenazase tormenta. Quizás sea un augurio de lo que me falta, porque ¿no somos precisamente lo que nos faltan, nuestra propia ausencia que reclama una mayor e innombrable? La belleza… ¿cuántas veces le habré dado vueltas al asunto del arte en los últimos años? Aterricé hace años en ese campo llagado de expertos agrimensores desde la exégesis debido a la sabiduría de Miguel Pérez del Valle, que tenía el don de poner una duda en cada una de mis certezas. Ahora, cuando leo algunos poemarios malos (que no cito, porque puedo equivocarme) o contemplo supuestas obras que no son sino mercadotecnia aprendida en talleres de creatividad, me asaltan dudas: ¿qué es una obra de arte? ¿Y por qué parecen desentenderse de la apertura al mundo y sólo consagran su clausura siendo así que sus raíces cristianas son innegables? Cierto, nosotros—que no somos hiperbóreos, sino meridionales—podemos interpretar, pues la obra está siempre más allá de las intenciones de su autor: toda verdadera obra de arte se escapa siempre, pues la explicación nunca la constituye; mas ¿qué sucede con esas obras informales cuya duración coincide con su ejecución y de las que no queda partitura alguna?

            Debería hablar de poesía o de novela, tal vez de ensayo. Lo he dicho: este año prefiero el Accésit. Dámaso enseñaba, poeta-profesor, que la auténtica poesía es religiosa: los creadores huelen lo invisible, aunque oler no sea la expresión correcta. Quizás sienten lo que no se puede sentir—y más tarde algunos harán reflexiones que ya no son poesía usando herramientas equivocadas. Así las cosas, y como tengo una tendencia notable a la estupidez, la otra tarde me asaltó una pregunta, copiada casi literalmente de Adorno: ¿cómo podemos crear arte hoy después de tanto negro? La negra columna de humo, Shoá, ofende al Cielo; pero ¿cómo podemos contemplar arte después de esto? ¿No acaba siendo esto también un acto de barbarie?

            Y me asaltan los recuerdos del camino. Una tarde de hace muchos años, lleno de infelicidad, salí a la calle con un libro de José Julio entre las manos. Tenía la esperanza insensata de dejar a mis espaldas toda pesadumbre. Caminé hacia la Plaza de Cuba por República Argentina y al llegar me detuve delante de la entrada del Centro de Estudios Hispano-Cubanos (el antiguo convento de Los Remedios y que yo, con una penosa ilusión, de niño soñaba llenar de libros algún día). Allí fue a sentarme en un banco de ladrillo; delante de mí estaba el busto severo de José Martí, metiendo la barbilla y mirándome ciego. Leí los poemas. Mi pesadumbre no quedó atrás, José Julio, pero tus palabras consiguieron transfigurarla y vi todo con otra luz, en una grieta que rasgaba lo negro. No, no hay poesía cristiana: hay poesía a secas—buena o mala—, porque la fe no es algo que se superponga a la realidad: ¿no lo supo Juan de la Cruz? Quizás por eso prefiero el Accésit: porque no ha tenido miedo y ha escrito belleza.

            Se alzarían contra mí, si yo tuviese alguna importancia, las turbas furibundas de una modernidad que se ahogó en el siglo XX, muchedumbre de agrimensores que ponen precio a lo que no tiene tasa. Quien me conoce sabe que no soy posmoderno (pese a mi afecto a Vattimo sobre el que he leído hace poco un libro escrito por José Miguel Núñez, A vueltas con Dios en tiempos complejos. Conversaciones con G. Vattino, Madrid, Khaf, 2013, que una mano amable me trajo desde Madrid, porque la editorial que no tiene distribución en mi Insólita Ciudad); si algo soy, es premoderno o refractario. Sí, Belleza: quieren una definición minuciosa, contable, escrupulosa y nimia; una definición exacta, inequívoca y tan matemática que aleje cualquier posibilidad de entender la belleza para seguir haciendo negocio; pero la belleza no es una cosa, sino que, como Dios, acontece como impacto. “Aquí estoy”, nos dice alegre, y con ese deslumbramiento nos basta.

            Por eso,

LA TÚNICA CELESTE

¿Dónde metes tu túnica, negra noche estrellada, que así te la has manchado, en qué aceite de perplejidades, en qué polvo de luz, en qué tinta de espejos?
(Vicente Gallego)

            Y también,

Sé que la noche
de primavera
oculta la nieve rosa
de los cerezos.
Sé que bajo la noche de invierno
duerme la primavera
sobre la nieve rosa
de los cerezos.
Yo sé que el fruto de los cerezos
es el otoño de la vida,
lo que dura el resplandor
ardoroso
de un verano,
lo que dura el incendio
que ha arrasado un bosque.
(Antonio Colinas)

            ¿Por qué no?

LAS MAÑANAS

De las mañanas
apenas retiraré tu voz

Despoblada

Sin promesas
sin barcos
y sin casa

No retiraré el rocío de las almenas
No retiraré el pulso de la enramada

De tu voz

retiraré los lugares de las mimosas
sólo los lugares de las mimosas

Las piedras
Las nubes
Tu canto

Retiraré las mañanas
Y madrugadas.
(Daniel Faria. Versión de Umberto Cobo  partir de traducción de Uberto Stabile)


            Shalom.