ὑμεῖς δὲ τίνα με λέγετε εἶναι;
Podría haber empezado citando otro texto, casi en tercera
persona, pero que nos hubiese conducido a la misma cuestión; además,
posiblemente, hablar de una piedra viva que, para colmo, es angular rebasa el
amplio territorio de la metáfora. Desde hace muchos años sostengo que la
filosofía, al menos a partir del prusiano de Königsberg, vive bajo un complejo
edípico, pues habiendo matado al padre (el Dios metafísico) desea poseer en
exclusiva a la madre (la religión bajo la muy ambigua categoría de lo
sagrado); pero esto lo hace con la mala conciencia de quien se ha quedado
sin campo, salvo la grisura triste de la lógica en la que los matemáticos
parecen llevar ventaja (salvo que uno se apunte a la escuela de Hegel en
la que no cabe un procesamiento binario y que por esta razón escandaliza a los
agrimensores). El caso de aquel situado en el dintel del cambio epocal es
sintomático, pues buena parte de su tarea consistió en arremeter contra la fe
cristiana en nombre de lo sagrado; es decir, en nombre de la religión justo
cuando algunos de sus contemporáneos, quizás desconcertados, iniciaban una
interpretación no religiosa del cristianismo. Que quien hiciese tal cosa haya
pasado por un pensador irreligioso es tan discutible, al menos, como hacer de
él un furibundo anticristiano o un devoto luterano.
Es posible arremeter contra el cristianismo de mil formas
en perfecta contradicción unas con otras; se diría que pese a la ingente
materia doctrinal de la fe cristiana, ésta no es sino algo vacuo. De joven,
hace mucho por tanto, escuchaba a profesores universitarios—que alcanzaban sus
puestos gracias a la tradición nacional de consagración de la ineptitud cuando no
a que tenían lenguas como alfombras—arremeter contra el cristianismo porque sin
duda era el responsable de las guerras de religión, aunque a continuación no
mostraban ningún empacho en defender que la fe cristiana era una pura
superestructura sin ninguna incidencia en lo real, un simple epifenómeno. Uno
de mis profesores universitarios de Filosofía (no daré el nombre para no hacer
pasar a semejante espécimen por profesor y menos por filósofo), adalid de la
crítica del cristianismo por intolerante, nos explicó la dialéctica hegeliana
con un ejemplo adecuado para dejar patente su incompetencia, que no era un
accidente sino su forma substancial: “queremos esta universidad o queremos otra
universidad”. Servidor, alarmado por lo chapucero de la explicación, le replicó
de modo impertinente (pues apenas rozaba los diecisiete años y ya sabe que la
tolerancia dicta que los jóvenes han de callar ante los barbudos y maduros docentes
universitarios) que podríamos no querer ninguna universidad. Entonces el
susodicho profesor (perdón, substantivo admirable, por usarte en este lugar) me
conminó a guardar silencio, porque “ninguna universidad” no era un alternativa
(y no lo era para él, pues se hubiese quedado sin trabajo y, dado que algún
miembro de su familia ocupaba ya una poltrona política, debía suponer que no
había espacio en el asiento para sus dos enormes tafanarios); pero como mi
impertinencia insistiera en que su proposición no era sostenible, amén de hacer
ininteligible la idea hegeliana de negación de la negación, se me redujo al
silencio con la argumentación definitiva, prueba patente de la exclusiva
cristiana de la intolerancia: “O se calla o sale de la clase”, ante lo cual
decidí levantarme y salir, absolutamente solo, conste, por el pasillo. Quizás
la fe cristiana, dada su predilección por el vino y las bebidas con espíritu,
esté también en la base de la intolerancia a la lactosa… He oído repetir que esa
fe inculcaba el odio al cuerpo a la vez que se hacía mofa de la resurrección de
la carne porque ésta tiene la mala costumbre de envejecer…
Nosotros todavía fuimos educados en esa peste que se
conoce con el nombre de Nacionalcatolicismo (sobre el que Fernando Savater
hizo un chiste lleno de grecejo a propósito de dos obispos, Gomá y Segura…),
pero nos afectó menos que la generación de los años cuarenta y cincuenta. Estas
pobres criaturas sufrieron el cultivo sistemático de la ignorancia religiosa y
el miedo a que cualquier crítica fuese verdadera. Además, muchos de ellos
creyeron (y aún siguen pensando) que obtuvieron profundos conocimientos sobre
la fe cristiana por haber memorizado el Ripalda. Hay una no despreciable
multitud que aún respira por las heridas; por eso me resulta admirable y digno
de encomio cuando uno de éstos, haciendo un esfuerzo que se diría sobrehumano,
consigue sobreponerse a un resentimiento, que parece inevitable, e intentando
tomar distancia, reflexiona no tanto sobre su pasado cuanto sobre lo que pudo
ser (de haber recibido otra educación) y no fue. Sin embargo, no se trata de
futuribles.
Toda esta trola para venir a hablar del libro recién
publicado de Rafael Argullol, Pasión del dios que quiso ser hombre.
Relato y confesión, Barcelona, Acantilado, 2014. Argullol ha escrito
muchísimo, tanto que a veces no sé cómo ha tenido tiempo para vivir (sí, es una
crítica, hecha desde mi más profundo respeto, a muchos doctos que producen
libros como churros). Diré que me ha gustado más el relato, por lo que tiene de
exégesis estética, que la confesión, aunque ésta no sea despreciable. Yo, que
me siento miembro de la Infame, sé hace mucho que el κύριος Jesús no es patrimonio de nadie y, como he dicho en
otras ocasiones, no se le pueden poner puertas al campo. Algunos miembros de la
Infame han creído, no sé en función de qué, tener patente sobre el Señor y así
han cometido los dislates que cometieron. Por eso es perfectamente legítimo
hacer una lectura personal de la historia del Nazareno; pero esta legitimidad
no la inmuniza de la crítica. Supongamos, por ejemplo, que un integrista
religioso quiere hacer una lectura personal de Nietzsche: ¿acaso el
hecho de ser personal la haría inmune a la crítica? Y supongamos que ese tal no
ha leído ni siquiera el Curt Paul Janz, el Nietzsche del profesor
alemán hermano de Fritz o la obra del de Röcken escrita por el mismo que hizo
la exitosa biografía del profesor alemán, compañero de Bultmann, ¿qué
pensaríamos? Tal vez si escribiese bien, tuviese imaginación… ¿qué hizo Nietzsche
en el tren con la Salomé? El humo ascendía a la vez que el deseo del aún
joven profesor, mas también se desvanecía, porque aguantar a Lou Andreas… ni
Freud pudo. No es mi caso, porque escribo con patentes dificultades, pero
no así Argullol a quien la mucha escritura le ha mejorado el estilo. Por lo
tanto, lean ustedes Pasión del dios que quiso ser hombre (no sólo por
las reproducciones del final), pues tendrán entre las manos algo valioso. Sin
embargo, quiero anotar una protesta, pues no se ha tenido en cuenta la
investigación exegética de los últimos decenios: no se puede despreciar lo
que se desconoce basándose en lo que fue. Por otra parte, la idea de Dios que
Argullol maneja está metafísicamente marcada por la negación de Dios, y
esto es algo que parece no haber entendido—y de ahí que con frecuencia me
parezca ciego para ver la exégesis estética de la vida de Jesús. Dicho lo cual, admito que a ratos esta obra de
Argullol me ha emocionado. Sin duda, se puede hablar de monstruo: ¿habrá leído
el profesor aquel libro duro y magnífico, en cuya portada se ve el Cristo
crucificado de Miguel Ángel, de Slavoj Žižek y John Milbank,
The Monstrosity of Christ. Paradox or dialectic?, Cambridge, MA,
MIT Press, 2009. Ciertamente, el filósofo de moda aboga ahí por una lectura
hegeliana del cristianismo (no es mi caso, aunque mantengo mi devoción por
Hegel) y no hace un relato y, menos, una confesión:
מה־שׁהיה הוא שׁיהיה ומה־שׁנעשׂה הוא שׁיעשׂה ואין כל־חדשׁ תחת השׁמשׁ׃
τί τὸ γεγονός, αὐτὸ τὸ γενησόμενον· καὶ τί τὸ πεποιημένον, αὐτὸ τὸ ποιηθησόμενον· καὶ οὐκ ἔστιν πᾶν πρόσφατον ὑπὸ τὸν ἥλιον.
Quid est quod fuit? Ipsum quod futurum est. Quid
est quod factum est? Ipsum quod faciendum est. Nihil sub sole novum.
Lo que sucedió, eso sucederá. Lo que ya se hizo, eso se
hará. Bajo el Sol no hay nada nuevo.
Pero no es cierto del todo: mucho nuevo hay y mucho
nuevo habrá. De hecho, ¿no viene Dios del futuro? Dicho en otro
lenguaje: ¿no somos alcanzados por la belleza en la obra de arte precisamente
porque nos abre futuro?
Por
cierto, ¿por qué no leen el gracioso, pero cargante, libro de Francis
Spufford, Impenitente. Una defensa emocional de la fe, Barcelona,
Turner, 2014. Si no, hay alguien nacido el año 3 d.M. también conocido como el
3 d. J.V.P. (el dos después de Mí, es decir, después de Juan Vicente Piqueras,
es decir, del Año perfecto), uno de esos valencianos a los que les ha dado por
escribir poesía; me refiero a Vicente Gallego, Cuaderno de brotes,
Valencia, Pre-Textos, 2014. Harán bien, y también pensarán dejando volar a la
loca de la casa: su imaginación.
Shalom.