sábado, 23 de noviembre de 2013

Piedad Bonnett

OSCURA SOMBRA




            Había leído ya algún poemario de la autora colombiana (El hilo de los días, Las herencias) y cuando cayó en mis manos Lo que no tiene nombre (Madrid, Alfaguara, 2013) no me llamó demasiado la atención el título, porque me hizo recordar unos versos de Dámaso en el poema A Pizca:

[…]
Las sombras que yo veo tras nosotros,
tras ti, Pizca, tras mí,
por las que estoy llorando,
ya ves, no tienen nombre:
son la tristeza original,
son la amargura
primera,
son el terror oscuro,
ese espanto en la entraña
(entre dos noches, entre dos simas, entre dos mares),
de ti, de mí, de todo.
No tienen, Pizca, nombre, no; no tienen nombre.

            En cambio, me llamó la atención el dibujo de la portada, que es un autorretrato de Daniel, el hijo de Piedad Bonnet. La razón fue José María, un buen amigo, fallecido no hace mucho tiempo, que también a carboncillo, realizaba retratos y paisajes de pesadillas. Durante años estuve comprándole dibujos e incluso hizo, esta vez a pastel, un retrato alucinado de mi hija a los siete años de edad. Quizás fue por esa coincidencia o por una de esas intuiciones afortunadas que tenemos los lectores constantes. Me llevé el libro a casa, pero ya desde las primeras páginas me preguntaba por qué lo había escrito Piedad Bonnett; sentía una extraña comezón e incluso me enfadé con el libro y con la autora, pero sólo nos enfadamos por lo que nos afecta. Estuve quince páginas realmente cabreado, aun habiéndome hecho con el tema: el suicidio de Daniel a los veintiocho años. ¿Qué pretendía la autora? ¿Pasarme su angustia? Era posible que estuviese aliviando su corazón; esto parecía explicar tanta dureza y su intento de escribir sobre lo que está más allá del lenguaje. Poco a poco las reflexiones se fueron disolviendo en un océano de sentimientos, quizás confusos y de perfiles ambiguos, pero ¿no es así la existencia?

            Los padres—según un antiguo pensamiento—no deberían sobrevivir nunca a sus hijos; pero muchos padres los sobreviven. Conozco algunos y eso me ha hecho comprender que cada persona es un mundo. Un recuerdo antiguo, doloroso, acude a mi memoria: la muerte de Vicente, de apenas once años, al que la leucemia con una crueldad desmedida se llevó por delante. Aún veo en la iglesia del Colegio el ataúd blanco y a nuestras madres abrazadas. Después alcanzó la muerte a L.C. —estábamos en cuarto de bachillerato—, una de las dos únicas personas que me ha llamado Javier, porque por entonces mi otro nombre nos sonaba ridículo. Corría L. C. como un gamo pues las piernas le habían crecido antes que el cuerpo y con sus prodigiosas zancadas nos dejaba atrás, y sonreía con su cara llena de pecas, con aquel rizo negro que le caía sobre la frente. Años más tarde D., la alegría de la casa (al que nuestro tutor, en un error difícilmente perdonable, había reprochado su forma extravagante de vestir), se marchó definitivamente: él fue el Calixto que me amó en Mazagón mientras yo era Melibea, subida a una caja de cervezas. Recuerdo vivamente el día en que,   víctima de un malhadado cáncer, murió la hermana de Fernando: dejaba dos hijos pequeños, un marido desolado y una madre abatida. En un pequeño salón, antes del funeral, la madre lloraba con desconsuelo. Aquella mujer maravillosa que me había recibido con generosidad en su casa y a cuyo hijo debía—debo y deberé—tanto, se deshacía delante de mí en un pozo de angustia. No sabiendo qué hacer, me senté a su lado y la cogí de las manos. Me dijo: “No es justo. Ya no creo en Dios”. Sólo acerté a decirle: “Hace bien eso es lo que nos cabe hacer ahora”. En todos los casos hay un dolor que traspasa el umbral de las palabras y que no cabe en este mundo. Es verdad: todos nuestros nombres están inscritos en el libro de la muerte. Piedad Bonnet ha sobrevivido a su hijo y la dureza de esta hecho debería bastar para tapar nuestras bocas. Debería escribirle un abrazo, mandarle unas lágrimas, debería escribirle mi congoja—como padre—al ver mi mano ajena a mi voluntad, mientras leía, anotar en un margen del libro el nombre de mi hija. Y me ha hecho sentir miedo pensando que aún quedaban esperanzas en las que naufragar.

           
Ese sentir con el cuerpo la pérdida de una persona decisiva, pero no de un golpe, sino notar cómo se disuelve poco a poco sin que aciertes a explicarte cómo, sintiendo una impotencia infinita, equivocándote en cada decisión que tomas. Un lento desmoronarse, un lento caer con el suelo cada vez más lejos: perder un hijo… Quizás sería mejor hablar de los localismos de Piedad Bonnett: ese piyama repetido una y otra vez, tan gracioso, esperando que de esta manera ella se riese de mí, de estas palabras, y experimentase tal vez un poco de alivio, una lágrima de afecto en la piel achicharrada de su corazón. Me ofrezco de payaso: es lo único que se me da bien. La autora no ha pretendido hacer literatura (en esto me recuerda aquel libro doloroso de Michael Greenberg, Hacia el amanecer), sino articular un grito con la esperanza de que Daniel lo escuche. No hay nada abstracto aquí, porque el dolor de la madre y el sufrimiento—intuido por el lector detrás de las palabras—del hijo nos golpea consiguiendo que se tambaleen las certezas frágiles que habitualmente nos sostienen. En estos casos—siento decirlo así—nadie puede hablar por boca de otros y, pese a lo que se haya dicho, Pilar Bonnet no lo ha intentado; pero así, paradójicamente, es capaz de ponerse en el lugar de otros que han sufrido—sufren—la misma pérdida. Es duro escribir sobre aquello que uno jamás debería escribir, porque no tiene sentido—ahí está el filo duro que parte cualquiera de nuestras ideas preconcebidas. Pilar Bonnet lo ha hecho: así la literatura es vida y ésta no se hace literatura, sino vida en un sentido nuevo, pues la verdad de la literatura está siempre en un nivel más profundo del que somos capaces de captar con nuestra miradas.

            No, no es posible comprender lo que no tiene sentido: amontonamos recuerdos, intentamos ordenarlos y acariciarlos; estamos condenados a unir las partes de un rompecabezas cuyas piezas jamás encajarán; mas para esto también se escribe. Y para enjugar las lágrimas.

            Shalom.

            

Aniversario. Paul Celan



HERBST

Ängstlich
sinkt mit dem Laub der Esche
Gewölk in der Karren der Jammrnden.

Der Kies der Jahre
ritzt die Sohlen des eilenden Bruders.

Hier und drüben
dunkeln nun Antlitz und Aster.
Doch Wimpern und Lid vermissen den Augentrost.

In den wechselnden Nächten
weh ich von dir zu dir.

[OTOÑO

Ansioso
cae el follaje de ceniza
nublo en el carro de las lamentaciones.

La grava de los años
raya las suelas apresuradas del hermano.

Aquí y allá
recuerdan ahora vagamente la frente y la estrella.
Pero pestañas y párpado echan de menos la alegría de los ojos.

En las cambiantes noches
corro de ti hacia ti.]

domingo, 17 de noviembre de 2013

Jean-Luc Seigle, 2

Envejecer


 (I’m sitting here doing nothing
but aging)

            Ayer hice sucinta referencia al libro del que quiero decir dos palabras: Jean-Luc Seigle, Al envejecer, los hombres lloran, Barcelona, Seix Barral, 2013 (traducción de Adolfo García Ortega). Como dije, adquirí la novela llevado por el título y, lo admito, por la portada: una hermosa imagen del fotoperiodista alemán Kurt Hutton, fallecido el año perfecto, en la que se ve a un hombre de espaldas cubierto por una chaqueta oscura avanzando mientras mantiene las manos en los bolsillos; detrás de él un perro mira con ojos triste la neblina que desdibuja el paisaje. La fotografía original deja ver a la derecha la sombra de algunos edificios; he buscado otras fotografías y me han parecido sencillamente espléndidas (pueden verse algunas en esta página). Me tomo la libertad de reproducir aquí una especialmente triste y, aunque no hablo habitualmente de fotografía, diré que el blanco y negro siempre me ha impactado porque es capaz de dejar una huella en mi espíritu que la fotografía en color difícilmente consigue. Cierto que desde mi infancia me hicieron aficionado a la fotografía, pues mi padre, además de regalar una cámara a cada uno de sus hijos (la de mi hermano mayor era una réflex de rosca, traída de la República Democrática de Alemania, ¿adónde habrá ido a parar?), trajo a casa la maquinaria para montar un laboratorio de revelado en blanco y negro. Es verdad que un par de años después apareció con otra máquina para revelar en color (era italiana o eso me parece recordar, pero siempre me incliné por las diapositivas, que enviaba a revelar por correo y cuyo luminoso color no consiguen los nuevos medios), pero nunca la usé. En el cuarto de baño pequeño se metían en mis narices los olores de los líquidos y me apasionaba ver cómo iba apareciendo sobre el papel la imagen ya revelada. Hacía los carretes, fotografía, revelaba… y experimentaba con notable torpeza, porque el papel de grano grueso me gustaba mucho. Pues bien, la fotografía de Kurt Hutton, impresa en la portada de la novela, ha sido elegida con tino, pues la historia es precisamente la de un hombre que se aleja para adentrarse en la niebla.


         Al envejecer, los hombres lloran narra la historia de un nueve de julio de 1961 (Carlos Marzal, supongo, ya habría abierto los ojos a la luz y Juan Vicente Piqueras estaría a punto de dar sus primeros pasos) en una pequeña aldea francesa de setenta y dos habitantes: en la casa de la familia Chassaing entra la primera televisión del pueblo lo cual provoca un cierto revuelo en la localidad. Sin embargo, la televisión es sólo un pretexto para narrar lo que sucede en el alma de unos personajes que nos resulten extrañamente cercanos. Y lo son porque se forma una cadena abuelo-padre-hijo que atraviesa el siglo al son de los tambores de guerra: el abuelo, la Primera Guerra; el padre, Albert, que es el verdadero protagonista, la Segunda, y el hijo mayor, Henri, vive la guerra de Argelia. El pequeño, Gilles, no es ya un eslabón de esa cadena, sino que de alguna manera su amor por la lectura ha impreso en él una sensibilidad distinta. Pero Albert es diferente a su padre y a su hijo mayor, porque le tocó servir en la Línea Maginot y fue derrotado por los alemanes: regresó, cuatro años después, como alguien que lleva en la frente una mancha imborrable, la de una derrota poco romántica y vergonzosa. El cuadro se completa con la esposa de Albert, Suzanne, enamorada de Paul, empeñada en salir de aquel rincón del mundo y cuyo más valioso tesoro es el amor de su hijo, cuyas cartas, que Paul le lleva, espera con ansia. De hecho, Henri es su único hijo, porque Gilles le resulta absurdo a esta mujer empeñada en ser partícipe del american way of life y que organiza posados familiares de fotografía cada vez que introduce un nuevo aparato en su casa. El hijo mayor, que aparecerá en la televisión al caer la tarde y cuyo rostro Albert no sabrá reconocer, se hace presente como una ausencia capaz de explicar la actitud de su madre, pero no la soledad de su padre. Éste hunde sus raíces como un árbol y parece más cercano a su anciana madre (la escena del baño está descrita con una ternura capaz de sobreponerse a la vergüenza) y a la tía Morvandieux, una vieja acartonada, vigilante, una de las madres viudas de la Primera Gran Guerra que emplearon toda su existencia en mantener vivo el recuerdo de sus hijos muertos en el frente. 


            La novela está divida en seis partes (cuatro para el día nueve, una para la mañana siguiente y la última, alejada en el tiempo, que reflexiona sobre la Línea Maginot: La Imaginot o ensayo sobre un sueño de hormigón armado). Con un ritmo premeditadamente lento, pero no cansino, Jean-Luc Siegle nos va descubriendo el alma de sus protagonistas: Albert, que trabaja en la fábrica Michelin (el espanto de la industria con sus olores pestilentes), pero que conserva un pedazo de tierra porque es un hombre apegado al heimat, al terruño. Eso, y el amor desfondado por su hermana, lo han mantenido en pie, porque Suzanne, casi quince años más joven, nunca estuvo enamorada de él. Albert descubre en su hijo Gilles un futuro diferente, pero el chico necesita un guía y él sabe que, como Moisés, no entrará en la Tierra; por eso se debe ir desdibujando. Suzanne, frustrada e insatisfecha, que empieza a cuidar su apariencia dando a entender que necesita cambios en su vida; el pequeño Gilles cuyas faltas de ortografía le pondrán en contacto con un viejo hecho de cariño, el señor Antoine, un maestro que ha recalado en el pueblo… Los personajes y los paisajes, éstos sólo abocetados, van de la mano. Sin duda, hay algo de Charles Péguy  en Seigle, porque en el fondo de la novela encontramos amor por Francia y por aquellos franceses que fueron olvidados tras el fin de la guerra. Con la depuración quiso el general De Gaulle hacer borrón y cuenta nueva, pero muchos franceses, nos dice Seigle, se dejaron parte de su alma en aquel pasado en el que se alzaron como defensores fracasados de la libertad frente a la barbarie. No fueron sólo los miembros de la Resistencia, de lectura romántica, sino aquellos soldados que se quedaron en tierra de nadie con la derrota como herencia. Quizás en Albert se cumple para Gilles, ya que no para Suzanne, el dictum benjaminiano: Sólo por los sin esperanza no es dada la esperanza.


            Sin duda, Al envejecer, los hombres lloran merece una atenta lectura. Dejo un vídeo de George Harrison, fallecido en noviembre de 2001, con una de mis canciones predilectas: al final un George aún joven se gira y acaba confundiéndose con la multitud de la misma manera que Albert se disipa en la sombra.

            Shalom.



sábado, 16 de noviembre de 2013

Jean-Luc Seigle, 1

Envejecer


            He citado en otra ocasión, me parece, a una mujer considerada gran actriz de teatro. Ni a Fernando ni a mí  nos gustó nunca demasiado, pues gesticulaba en exceso y su voz chillona aplanaba, curiosamente, los personajes de la tragedia griega. La vi, si no me falla la memoria, en el Lope de Vega y tal vez en aquellos Festivales de España que se celebraban en la plaza del mismo nombre donde escuché también a Quilapayún por un precio más que razonable (bien es verdad que algún pequeño gran enchufe teníamos a la hora de conseguir las entradas). No diré el nombre de la actriz—intelligenti pauca—, mas recordaré con agrado la entrevista que le hizo Salvador Pániker en el libro Conversaciones en Cataluña, que publicó la editorial barcelonesa Kairós. Unos años después, quizás en un dominical, manifestaba aquella mujer con ojos de gato y con una gran inteligencia natural que “envejecer le parecía injusto”. Antes, frisaría yo los quince años, aún me veo con una nitidez casi absoluta: estoy en el salón de la casa de mis padres, pegado al ventanal, sentado sobre una silla muy recta con una pequeña mesa delante sobre la que descansa una Olivetti de color azul ya sacada con cuidado de un estuche del mismo color partido en dos por una amplia franja negra vertical. Había estado escribiendo, o más bien pasando mis notas a máquina, sobre Antrátolyo, el Señor de los Mil Nombres, un personaje diabólico al que espantaba la muerte y que al final de la historia resultó no ser muy diferente del autor, maguer mejor persona (vale: no tiene mérito, porque nunca fue difícil). Me detuve un instante vacilando: Antrátolyo era mucho mayor que yo y su búsqueda me suscitaba compasión, porque había dejado muchas existencias a sus espaldas. Arranqué unas hojas y comencé a escribir con agobio sobre el paso del tiempo, porque mi vida verdadera se quedaba siempre detrás; sentí el peso del tiempo, ése que un reloj es incapaz de marcar, y me entristecí por primera vez en mi vida con la contemplación de mi propia existencia finita. No había miedo, sino melancolía. Cualquiera verá que tal situación no es sino la preocupación de un adolescente recién salido de su infancia adulta; pero los años siguientes me continuó invadiendo la misma congoja y, además, tracé inconscientemente un camino que me condujo a aquel puerto oscuro: releía una y otra vez La agonía del cristianismo, de don Miguel de Unamuno; la novela de Mika Waltari, Sinuhé, el egipcio, que había leído en quinto de bachillerato en una de aquellas ediciones infames de Plaza y Janés que se vendía en los quioscos, me aterraba por su manera de poner ante mis ojos el devastador paso del tiempo. Antes realicé mi primer intento de leer Las confesiones; aprendí de memoria en tercero de bachillerato, gracias al padre Carlos, Las coplas de Jorge Manrique, con su devastador ritmo de pie quebrado, me aficioné a don Antonio  y memoricé aquel maravilloso poema de heptasílabos y endecasílabos (que siempre se han llevado bien en la lírica española), irrepetible, que me sigue haciendo llorar:


A José María Palacio


Palacio, buen amigo, 
¿está la primavera
vistiendo ya las ramas de los chopos 
del río y los caminos? En la estepa 
del alto Duero, Primavera tarda, 
¡pero es tan bella y dulce cuando llega!... 


¿Tienen los viejos olmos 
algunas hojas nuevas? 

Aún las acacias estarán desnudas 
y nevados los montes de las sierras. 
¡Oh mole del Moncayo blanca y rosa, 

allá, en el cielo de Aragón, tan bella! 

¿Hay zarzas florecidas 
entré las grises peñas, 
y blancas margaritas 
entre la fina hierba? 

Por esos campanarios 
ya habrán ido llegando las cigüeñas. 

Habrá trigales verdes, 
y mulas pardas en las sementeras, 
y labriegos que siembran los tardíos 
con las lluvias de abril. Ya las abejas 
libarán del tomillo y el romero. 

¿Hay ciruelos en flor? ¿Quedan violetas? 

Furtivos cazadores, los reclamos 
de la perdiz bajo las capas luengas, 
no faltarán. Palacio, buen amigo, 

¿tienen ya ruiseñores las riberas? 

Con los primeros lirios 
y las primeras rosas de las huertas, 
en una tarde azul, sube al Espino, 
al alto Espino donde está su tierra...


            Cada cumpleaños se transformó en un abismo de angustia: los odiaba porque el tiempo se me iba de las manos e, incapaz de detenerlo, sólo sabía hundirme bajo su peso. Antes de los treinta me dije: “El problema no es cumplir años, insensato, sino dejar de cumplirlos”; fue un bálsamo falaz, porque la nostalgia me siguió mordiendo incluso después de escuchar las hermosas palabras con las que se consagra la luz en la vigilia pascual: Cristo ayer y hoy, principio y fin, alfa y omega,  suyo es el tiempo y al eternidad. Pensé que todo tiempo acabaría, pues por definición el tiempo debe pasar; busqué el texto luminoso del apocalipsis: ἐγὼ τὸ Α καὶ τὸ Ω, ὁ πρῶτος καὶ ὁ ἔσχατος, ἀρχὴ καὶ τέλος… La luz sigue poniéndose y con frecuencia todo me parece un atardecer, porque he vivido siempre mirando al lugar por donde se pone el Sol. Lo que se va nunca vuelve: ¿no es ésta acaso la experiencia de Abraham? Dureza en las palabras que El Eterno dirige a Moisés cuando éste  sube al monte Nebo y contempla desde la cima del Fasga, que mira a Jericó, la tierra desde Galaad hasta Dan: Ésta es la tierra que prometí a Abrahán, a Isaac y a Jacob, diciéndoles: Se la daré a tu descendencia. Te la he hecho ver con tus propios ojos, pero no entrarás en ella. He vivido con la convicción de que nunca me será permitido entrar en la Tierra Prometida y, por eso, me gusta el sábado santo: permanecer alerta, como hizo Benjamin. Quizás eso sea envejecer: permanecer a las puertas del Paraíso desde donde un ángel de terrible belleza me contempla y una espada llameante cierra mi camino al árbol de la vida.

            Y todo esto porque quería hablar de la novela de Jean-Luc Seigle, Al envejecer, los hombres lloran, Barcelona, Seix Barral, 2013, que sin llegar a entusiasmarme, me ha dejado un buen sabor de boca. Como cualquiera se puede imaginar, la compré por el título tan triste como prometedor… Me disculparán si hablo de la novela en unos días, porque ya he aburrido suficiente.


            Shalom.

domingo, 3 de noviembre de 2013

Alice Oswald

Comunión


            La poesía, pienso a veces, es una cicatriz que hacemos con palabras para atrapar dentro de ella algo de la belleza que encontramos en la existencia. Sin embargo, la imagen se me deshace entre las manos, aunque reconozca hermosas cicatrices y nuestra vida esté repleta de heridas, cerradas o aún abiertas, porque amar es exponerse y ser herido como el ciervo que busca las corrientes de agua viva. Se me deshace porque encierra un grano de egoísmo y clausura. La poesía, me parece, es más bien generosidad de la palabra que se nos ofrece para comprendernos de otra forma que la grisura cotidiana; es apertura del horizonte y venablo que nos lleva a los confines del mundo para contemplar su esplendor y sus heridas. Sin duda, yace ahí la imagen que Hugo Mújica puso como título a uno de sus poemarios, Flecha en la niebla, que editó Trotta allá por mil novecientos noventa y siete. Pensaba así en estos días difíciles de heridas mal cerradas, cielos sin horizontes y desesperación en busca de luz, cuando cayó entre mis manos el libro de Alice Oswald, Bosques, etc., Valencia, Pre-Textos, 2013 (traducción de Christian Law Palacín). Alice Oswald, nacida el mismo año en que Ellos publicaron Revolver (con su algo más que triste Eleanor Rigby, aunque aquello del Father McCartney que terminó siendo Father McKenzie me sigue provocando una sonrisa). Es el primer poemario traducido al castellano de la poeta inglesa (traducción que, por cierto, a veces me ha chirriado), ganadora del prestigioso T. S. Eliot por Dart, obra en la que sus preocupaciones ecológicas son patentes. De hecho, Oswald, como se nos dice en la solapa de Bosques, etc., fue jardinera en Tapley Park de Devon y en el Chelsea Physic Garden de Londres, hecho que explica su familiaridad con la vegetación, las semillas, las piedras y las flores. Cierto: saber que Oswald había trabajado de jardinera fue suficiente como para provocar mi interés por el poemario—eso y la lectura apresurada de Owl (Búho):

Last night at the joint of dawn
an olw’s call opened the darkness

miles away, more than a world beyond this room

and immediately, I was the woods again,
poised, seeing my eyes seen,
hearing my listening heard

under a huge tree improvised by fear

dead brush falling the a star
straight through to God
founden and fixed the wood
then out, until it touched the town’s lights,
and owl’s elsewhere swelled and questioned

twice, like you might lean and strike
two matches in the wind.


(Anoche en la bisagra del amanecer
la llamada del búho inauguró la oscuridad

muy lejos de aquí, a un mundo de este cuarto

y al momento, yo estaba de nuevo en el bosque,
alerta, viendo a mis ojos ser vistos,
oyendo a mi escucha ser oída

bajo un enorme árbol improvisado por el miedo

caían ramas muertas entonces una estrella
directa hasta Dios
fundaba el bosque y lo fijaba

luego fuera, hasta tocar las luces de la ciudad,
el retiro de un búho se dilataba y preguntaba

dos veces, como si te inclinaras y prendieras
dos cerillas contra el viento.)


            En algún caso la traducción parece forzada, pero sin duda se debe al original. No es el momento de plantearse la posibilidad de traducción poética, porque ¿quién es capaz de traducir cabalmente les sanglots longs/des violons/de l’automne/blessent mon cœur/d’une langueur/monotone? Un trabajo imposible que, por tanto, merece la pena. Allá por mil novecientos setenta y cuatro Miguel nos leía en francés estos versos de Paul Verlaine provocando en la clase un silencio lleno de respeto y admiración. Recuerdo haber salido a buscar Cementerio marino  a una de las librerías del barrio; estaba editado por Alianza y tenía la portada de un hermoso color azul; quizás fue el primer poeta francés. Sí, complicada tarea la del traductor de poesía, porque también debe tener presentes las influencias: sin duda hay bastante de Ted Hughes en los textos de Oswald, aunque primero pensé en W. T. Yeats, porque en sus poemas hay rosas, juncos, bosques, cisnes… Sin embargo, el fondo y el estilo es muy diferente. Los modos de Oswald me han recordado a veces a los de Sylvia Plath.

            Hace muchos años, para pagar parte de mis estudios de Teología, trabajé con un jardinero que frisaba los sesenta años, hombre admirable, enorme, que caminaba con calma e inclinaba la cabeza con cierta testarudez y del que aprendí muchas cosas hermosas. Admitiré sin resentimiento que más que como jardinero, yo trabajaba como burro o asnillo de carga: llenaba la carretilla desvencijada de tierra y la llevaba desde el camión hasta los arriates; en verdad usaba la azada, el rastrillo y otras herramientas, de nombres hermosos, que hicieron brotar callos en la palma de mis manos, aunque el mayor mérito correspondió a la pala. Aquel hombre, a quien respeté profundamente por el amor que ponía en su trabajo, me acercó un día un bote para el tratamiento de unos rosales con hongos; me pidió que leyese la etiqueta, pues, se excusó, no llevaba encima las gafas. Era analfabeto y, sin embargo, es una de las pocas personas a las que reconoceré una cultura más amplia y más profunda que la mía. Trataba con una delicadeza extrema las flores e incluso arrancaba sin saña las malas yerbas, pues reconocía su derecho a existir y arraigar en la tierra. Recuerdo que una tarde lo despidieron de uno de los chalés—yo estaba presente—argumentando que ya no eran precisos sus servicios; maltratado conservó una dignidad solemne, una educación más allá de las formas convencionales. Extendió su gran mano con las uñas aún llenas de tierra, inclinó la cabeza y me hizo un gesto para que recogiera los aperos. Aquel hombre me hizo patente un modo diferente de estar en el mundo, pues parecía entenderlo como un jardín del que debía cuidar. Algo de ese cuidado he encontrado en los versos de Oswald (por ejemplo en el magnífico Poema para sacar a un bebé del hospital). Sin embargo, a medida que avanzaba en el poemario, aunque sin perder interés, me cansaba. Apegada a la tierra, su poesía está cargada de sustantivos y mantiene una puntuación ardua, que en ocasiones la hacen difícilmente transitable requiriendo un esfuerzo permanente de concentración y exigiéndonos más de una lectura: poner atención como se mira absorto un atardecer. Los primeros poemas me emocionaron más que los últimos, quizás porque también al tono se acostumbra uno, pero también porque, en un ejemplo, Bendición del ave marina es más hermoso que Himno lunar. Admirable es la sed de comunión que Oswald siente no sólo con la naturaleza, sino con la belleza herida del mundo. En esta comunión hay, según me parece, una búsqueda soterrada de una trascendencia:

Holy ghost of heaven,
blow us clear of the world,
give us the utmost of the air
to have on and hold.

(Espíritu Santo del Cielo,
aléjanos del mundo,
danos todo el aire posible
para ascender y sostenernos.)

            Sin embargo, en su búsqueda Oswald se mantiene fuertemente apegada a las realidades terrenales: a la piedra, a las semillas, a la lluvia, a los bosques o a los niños. No hay búsqueda de un conocimiento superior allende las cosas, sino que el sentido del mundo se le hace presente en las cosas mismas. No negaré que algunos poemas me parecen fallidos (Sísifo, por ejemplo), pero Bosques, etc. mantiene a lo largo de sus setenta y cinco páginas la capacidad para emocionarnos y darnos, si se me permite hablar así, la realidad de lo real más allá de las apariencias.

            Los árboles se desnudan y tiritan: otoño. Hojas secas que el viento arrastra para que nosotros pisemos la melancolía; sin embargo, hay un brillo en la tristeza. En estos días tristes en los que siento más el peso de la vida que la propia vida me gustaría que me acompañasen estas palabras luminosas de Alice Oswald:

the rain, thinking I’ve gone, crackles the air
and calls by name the leaves that aren’t yet there.

(la la lluvia, creyendo que me he ido, hiende el aire
y llama por su nombre a las hojas aún por brotar)

            Quieran los ángeles de lluvia hacer florecer mi pobre corazón para que pueda esperar otra primavera.

            Shalom.