viernes, 23 de noviembre de 2012

Aniversario de Paul Celan

VEINTITRÉS DE NOVIEMBRE




Unlesbarkeit dieser
Welt. Alles doppelt.

Die starken Uhren
geben der Spaltstunde recht, heiser.

Du, in dein Tiefstes geklemmt, entsteigst dir
für immer.

(Mundo ilegible.
Todo dos veces.

Los relojes fuertes
concuerdan con la hora agrietada, sin voz.

Tú, acuñado en tu profundidad, te elevas
para siempre.)





Paul Celan, poeta, supo decir palabras nuevas, como semillas, que nosotros apenas alcanzamos a entender.


domingo, 18 de noviembre de 2012

Hiromi Kawakami


SUCEDE QUE NADA SUCEDE,
 PERO LA VIDA PASA Y ESO ES LO QUE SUCEDE CUANDO PASA LA VIDA



He hablado de Hiromi Kawakami al menos en otras dos ocasiones, pues recuerdo haber comentado Algo que brilla como el mal  y la primera novela que leí de la autora japonesa, la maravillosa El cielo es azul, la tierra blanca, ambas publicadas por Acantilado. He leído también Abandonarse a la pasión, un conjunto de relatos, alguno de los cuales puede resultar hasta inquietante. La misma editorial acaba de publicar El señor Nakano y las mujeres, Barcelona 2012. Poco puedo decir de la autora que no esté en la solapa del libro; incluso ese poco sería algo, pues sólo tengo el placer de conocerla gracias a sus libros y a alguna fotografía que aparece en la red. Sin embargo, sé que es ligeramente mayor que un servidor y, aunque pertenecemos a culturas distantes y distintas, nuestro trayecto vital corre casi paralelo en el tiempo y dado que hemos accedido a una especie de subcultura mundial [1] posiblemente compartimos algunos gustos e inclinaciones, pero también rechazos y execraciones. Hay algo, además, que no se me escapa: ambos pertenecemos al género humano (increíble en mi caso, pero tal vez cierto. Y hablo así, conste, para no parecer presuntuoso) y es por eso que su perspectiva me resulta tan cercana.

La nueva novela de Kawakami es una delicia y se acuesta más a El cielo es azul que a las otras publicadas en castellano. Digo esto no por el tema, sino por la delicadez que destila la obra. El argumento, si puede llamarse así, es simple: Hitomi cuenta cómo transcurre la vida en la prendería del señor Nakano. Varias veces el dueño de la tienda repite a sus empleados, a su hermana y a sus clientes que no tiene un negocio de antigüedades, sino una tienda de objetos de segunda mano; por eso rechaza comprar antigüedades (aunque las compra); por eso niega ser un tasador (aunque tasa con frecuencia los objetos que le llevan a la tienda y los reconoce de un simple golpe de vista); por eso, sus compañeros de negocio regentan tiendas de antigüedades… El señor Nakano es un hombre encantador, incluso dulce, tan real como las contradicciones que arrostra en su existencia. Hitomi, una chica joven a la que me imagino acodada en una mesa [2] contemplando cómo pasa la existencia por la puerta de la prendería, observa al señor Nakano con curiosidad no exenta de respeto y de una distancia que en ocasiones queda abolida por la confidencia; pero no es sólo el señor Nakano, sino la hermana de éste, Masayo, que lo mismo fabrica muñecas que dirige la prendería cuando el propietario se ausenta. Son también los clientes, a veces tímidos, otras heridos por su historia, en los que Hitomi posa su mirada compasiva, llena de ternura, pues no rechaza a nadie, aunque no todos sean de su agrado. Y, sobre todo, es Takeo, ese joven desgarbado y silencioso que acompaña al señor Nakano en la vieja camioneta cuando éste sale de expedición a recoger objetos. Ahí se percibe el fondo triste sobre el que se recorta el relato y que apenas percibimos, pero nos impregna: alguien muere o, sencillamente, se muda y tiene que deshacerse de los viejos objetos que han formado parte de su vida cotidiana. No son cosas importantes ni valiosas: unos platos descascarillados, un ventilador, tal vez una silla. La prendería es así un baúl lleno de recuerdos que nadie recuerda, pero que aún son capaces de suscitar presencias tan umbrátiles como grises y que nos remiten a la fragilidad de la existencia, a ese fondo de Misterio sin el cual la vida sería irrespirable. De ese Takeo, capaz de caminar bajo la lluvia de otoño sin responder a ninguna de las preguntas de su compañera de trabajo, se enamora una Hitomi tan llena de dudas como reflexiva (condiciones que no suelen darse por separado).

Hay algunos episodios que dejan al descubierto la herida que todos tenemos y que las más de las veces ocultamos por vergüenza, esa soledad última que sólo deja de aullar cuando un corazón se abre a otro corazón [3]: el señor Nakano deja a Hitomi el sorprendente texto escrito por su amante. La confidencia parece haber abolido la distancia, pero ésta crece, pues se asemeja a la selva capaz de tragarse el asfalto de una carretera. El sexo juega ahí un papel  ambivalente, pues Hitomi queriéndose acercar a Takeo, en realidad lo aleja hasta que descubre que hay una distancia mucho más profunda que la física y que sólo la ternura y la delicadeza pueden superar: también el corazón de los hombres necesita caricias, no sólo su piel. Otros episodios nos muestran el secreto que lleva cada objeto: el cuenco que un muchacho desgraciado lleva a la tienda y no quiere ni vender ni regalar… Estoy tentado de decir que Kawakami ha sido capaz de expresar con increíble acierto la coincidencia de los opuestos a través de un simple cuenco. En cada uno de los incidentes hay una mirada profundamente compasiva, llena de ternura, que sabe encontrar una belleza no exenta de tristeza.

En verdad en El señor Nakano y las mujeres suceden muy pocas cosas relevantes desde la perspectiva del que anda buscando sensaciones fuertes; sucede, sin embargo, que lo que pasa en y por la prendería es la vida misma, ésa que dejamos escapar esperando que nos suceda algo. Kawakami deja que suceda delante de nuestros ojos la vida cotidiana y nos enseña a enfocar la mirada, pues aquello que nos parece irrelevante acaba siendo la vida.

La experiencia del tiempo que relata es nítidamente distinta a la que nosotros solemos hacer. Sé desde hace mucho que el abismo abierto entre Oriente y Europa (evito a propósito la palabra “Occidente” porque los incluiría a ellos) es en buena medida el abismo provocado por dos maneras de entender el tiempo que en apariencia son diametralmente opuestas. Cuando nos quedamos en la superficie sólo vemos una diferencia irreconciliable, pero si profundizamos un poco descubrimos que esa experiencia diferente no sólo no es irreconciliable, sino que nos enriquece. Al fin y a la postre, el tiempo es la vida y una visión distinta de ésta puede abrirnos a una forma nueva de entender el tiempo que se nos ha dado. El señor Nakano y las mujeres es capaz de asomarnos a una visión de la temporalidad distinta que se hace realidad incluso en el mismo acto de lectura.

Nadie puede a estas alturas dudar de que la novela me ha gustado, y mucho. No sólo se lee con facilidad e interés, sino que yo al menos he vuelto a alguno de sus párrafos para meditar en eso que, como decía Lennon, pasa mientras hacemos otros planes: la vida.

Shalom.

[1] Me refiero, atento lector, a la mezcla que ha propiciado la industria de la propaganda gringa. Supongo que Kawakami detesta—como yo—los subproductos culturales que ofrece la industria gringa. Pondré un ejemplo: en ninguna ocasión encontramos a los protagonistas de las obras de la autora japonesa alimentándose de comida basura (suelen llamarla “rápida”), sino que manifiestan gustos acordes con la tradición cultural japonesa (pues la gastronomía ha sido cultura hasta la invención de las cadenas industriales).

[2] Y enarcando las cejas, como diría la fantástica traductora, Marina Bornas Montaña, a quien sin duda debemos buena parte del encanto que los textos de Kawakami tienen para el lector español.

[3] Me sorprendió hace muchos años la cita que de Agustín de Hipona hizo mi profesor de Antropología: “Un corazón está cerrado a otro corazón”. La he buscado en muchas ocasiones. He sido incapaz de dar con ella, pero nunca he dudado de que aquel profesor citara bien al maestro de Hipona. Por otra parte, me gustaría recordar a Pascal, pues supo ver cómo su sociedad, ya moderna, sabía entretener a los hombres para que ignorasen su soledad última.




domingo, 11 de noviembre de 2012

Peter McPhee


LA VIRTUD SE HACE REVOLUCIONARIA


Mi salida a alta mar, donde paradójicamente se encuentra la calma, resultó fallida, pues los amarres de la sinusitis son fuertes y, tras una nueva visita a los galenos, sigo no convaleciente, desde luego, pero sí fastidiado: el dolor se ha fijado con fruición en mi mandíbula superior. Sin embargo, no me doy por vencido y en esta batalla doméstica—una auténtica nostalgia—confío salir vencedor. Entre tanto, como es normal, he estado leyendo. Y un libro ha llamado mi atención.



París es una ciudad maravillosa en la que estuve por primera vez a finales de los años setenta. Entonces, lo reconozco, lo pasé mal, porque iba sin blanca y el trato recibido de los parisinos que conocí no fue, desde luego, encantador, sino que sentí más bien un desprecio disfrazado de desinterés por mi humilde persona; pero sería un poco prematuro confundir a una ciudad con sus habitantes. Unos años después en Dublín, invitado gentilmente a una fiesta por una amigo al que llamábamos PJ (algo así como Piyei, nombre más fácil de pronunciar que el de su inseparable Aiden, que me corregía indefectiblemente cuando osaba yo pronunciar su gracia), una de las personas allí presentes se maravilló—es posible que yo confunda la maravilla con el espanto o incluso que ella me confundiese con ébano vivo—por el color de mi piel. Ciertamente, siendo joven mi color en verano se volvía tan intenso que sin dificultad alguna podría decirse que era negro (a punto he estado de escribir de ébano, pero mi piel no estuvo nunca a la altura de la de los príncipes nubios); pero en Irlanda el Sol escasea y yo en otoño soy más bien de un verde desteñido que siempre horrorizó a mi madre (cierto también que el espanto se producía por mi costumbre de cortarme el pelo sólo de muy tarde en tarde: mis greñas sólo consiguieron provocar el malestar de mi madre y las burlas de algunos que, con el tiempo, se quedaron calvos). Quizás fui confundido con un hombre de Marte, uno de esos alienígenas verdosos, pero también dichosos porque no existen. En Dublín, no obstante, me sentí más exhibido que despreciado pues por primera vez mi cuerpo no fue objeto de mofa y en consecuencia no hube de aguantar la befa de alguno de mis seres queridos: “Tendrás la muerte del loro, pues acabarás clavándote la nariz en el pecho” y frases semejantes que tanto hirieron a escondidas mi alma; pero evitemos ahora ese pasado, pues nunca viene a cuento. He regresado a París varias veces y la ciudad guarda para mí un secreto permanente, que espero descubrir algún día y semejante anhelo me lleva a mirar y remirar con frecuencia el plano de Turgot, aunque, como supe desde pequeño, lo que se va, nunca vuelve: Abraham nunca regresó a Ur.

Hace poco más de un año leí un libro de David Andress que aborda los años duros de París: El Terror. Los años de la guillotina, Barcelona, Edhasa, 2011, una visión tan interesante como sesgadas de los años turbulentos de la Revolución Francesa. No se me ocurrió comentarlo; sin embargo, en estos días de agua y sombras ha caído en mis manos una obra del historiador australiano Peter McPhee, Robespierre. Una vida revolucionaria, Barcelona, Península, 2012.  Por primera vez he leído la obra de un historiador de los antípodas y la experiencia no ha sido desafortunada. Sin duda, Robespierre es un personaje controvertido, pues su nombre se asocia al terror revolucionario, que acabó dando nombre a un período de la Revolución. Denostado por unos, admirado por otros, la vida del político de Arrás parecía reducida a unos pocos años. Pero todo hombre tiene un pasado, que lo ha llevado a su presente: éste es el presupuesto de McPhee para abordar la biografía de Robespierre. Sin embargo, al leer la biografía parece haber olvidado la circunstancia y, sobre todo, el hecho indudable de que las personas cambian y con extrema frecuencia se adaptan a sus circunstancias con el fin no despreciables—recuérdese al abate Seyés—de sobrevivir.

Reconoce el autor que no ha tenido acceso a los borradores de los discursos de El Incorruptible, pues fueron adquiridos demasiado tarde por los Archivos Nacionales de París como para que McPhee pudiese tenerlos en cuenta. Sin embargo, esto no priva de valor ni de interés a una biografía que pretende eliminar las máscaras que el tiempo ha colocado en el rostro de Robespierre; así, McPhee huye de la caricatura que presenta al abogado de Arrás o bien como un dictador tan fanático como virtuoso o bien como el sacrificado padre de la patria siempre dispuesto a entregar su existencia por el bien de la República; pero precisamente este planteamiento del historiador australiano me parece discutible, pues en la historia la verdad no está en el término medio. Desde luego, mis limitadísimos conocimientos no pueden ofrecer una visión alternativa, pero sí puedo hacer notar que el mito (en un sentido que no acostumbro a usar y que significa directamente lo elaborado por la propaganda) está presente en Una vida revolucionaria, pues el Robespierre que no duerme, que aun enfermo está lleno de preocupación me trae a la memoria la detestable demagogia de la “lucecita del Prado encendida” [1]. En otras palabras, McPhee ha obviado todo lo que podría empañar su retrato de Robespierre. Sin embargo, incluso viendo las cosas así, el libro resulta valioso y aporta una perspectiva novedosa sobre aquel que hizo de la virtud el núcleo de sus primeras intervenciones. De hecho, parece que las poco afortunadas circunstancias de su infancia hicieron, al menos parcialmente, al hombre que llegó a París donde se vio envuelto en una vorágine que él mismo alimentó y que, finalmente, acabó costándole la vida.

Así, pese a esta biografía, que se queda algo corta, sigo contemplando la figura de Maximilien como la de un cátaro republicano. Admito, sin embargo, que Robespierre no quiso conservar sus manos limpias: “¿Queríais revolución sin revolución?”. Dicho de otra manera: toda revolución exige sus víctimas. No deja de ser chocante que el abogado que se opusiera en Arrás a los castigos físicos acabase defendiendo la necesidad de limpiar los estercoleros y justificando algunos linchamientos. McPhee ha visto con justeza cómo Robespierre fue capaz de justificar ideológicamente la violencia revolucionaria, pues también para él acabó el fin justificando los medios. Así, el afán de pureza conlleva con frecuencia el deseo de eliminar toda impureza, pero la vida en sí misma es impura y, por eso, los revolucionarios que no saben dudar (¡y nuestra historia ofrece muchos ejemplos!) acaban haciendo rodar tantas cabezas. Se cuenta que el pobre Danton, poco antes de ser enviado a la guillotina, formuló una pregunta que respondió con sarcástica agudeza: “¿Sabéis por qué a Robespierre le gusta tanto la guillotina? Porque no soporta que ninguna cabeza sobresalga por encima de la suya”. Bien sabido es que Maximilien era bajo, pero también que Danton era un tipo más bien corpulento… Si Cronos devora sus hijos, la revolución parece en ocasiones no ser sino un Cronos desquiciado al que nadie es capaz de embridar.

El libro de McPhee tiene el mérito de devolvernos al hombre de Arrás por encima de las mistificaciones y aunque el lector pueda pensar que el australiano se ha colocado con nitidez en el bando de El Incorruptible, no por eso dejará de admitir su valor y la ocasión de repensar a una de las figuras más discutidas de los últimos siglos.

Shalom.

[1] Demagogia que años más tarde recuperaría la propaganda del primer presidente socialista de la Monarquía Constitucional. Es el paternalismo que se traslucía en las palabras del Primer Ministro Chino cuando decía que su primera preocupación al levantarse era pensar cómo dar de comer a mil millones de personas. Aquí cabría recordar la crítica freudiana a la religión sustituida ahora por la política.